Isaías 55, 10-11
Salmo 64
Romanos 8, 18-23
Mateo 13, 1-23
La palabra es creadora.
La Biblia empieza con la palabra de Dios creando el universo, llamando a la
vida a las criaturas y al hombre. La palabra contiene vida. El evangelio de
Juan, como un nuevo Génesis, empieza hablando del Verbo que se encarna y habita
entre nosotros. En el libro del profeta Isaías se compara la palabra de Dios
con la lluvia que riega la tierra y hace germinar las semillas. Nada de lo que
hace o dice Dios es infecundo, siempre da un fruto.
El universo entero, como dice
san Pablo, está en gestación. Toda la creación está en camino de convertirse en
una creación renovada, libre de la corrupción y de la muerte, gloriosa.
Mientras tanto, vivimos los dolores de parto: las heridas, luchas y fatigas de
nuestra larga y azarosa historia humana. Nuestro mundo es una criatura en crecimiento,
pese a todo. Y la palabra de Dios es lluvia que alimenta y ayuda a crecer.
Pero esta palabra, que
también podemos comparar a una semilla, necesita un terreno fecundo para brotar
y convertirse en planta viva. Ese terreno es nuestra libertad. Jesús lo explica
con enorme claridad valiéndose de una parábola, la del sembrador.
¿Quiénes somos nosotros
en esta parábola? Somos la tierra que acoge la voz de Dios. ¿Cómo la acogemos?
Jesús nos presenta varias actitudes. Están los que no escuchan ni entienden,
viven dormidos y ensordecidos por el ruido del mundo; en ellos la palabra cae
sobre camino trillado y es comida por los pájaros. Están los inconstantes: se
entusiasman de pronto, e igual de pronto se desaniman y abandonan. No hay
solidez en ellos y la palabra no puede cuajar. Están los que valoran la palabra…
pero tienen otras prioridades. Trabajo, familia, dinero, afanes u obsesiones,
lo que sea que les roba tiempo y energía y les impide acoger a Dios. Y
finalmente están los que acogen la palabra como agua buena, la interiorizan, la
hacen carne de su carne y se dejan transformar por ella: son las semillas
fecundas que crecen y dan fruto. Son las personas que se atreven a cambiar de
vida y pasan a ser colaboradores de Dios, mensajeros suyos, y generan vida a su
alrededor.
Jesús llama la atención
de los suyos. ¡Qué afortunados son, por poder ver y oírle a él, en persona! ¿Son
conscientes de ello? Muchos de nosotros querríamos saltar en el tiempo para
presenciar lo que los apóstoles vieron y poder saludar a Jesús cara a cara.
Quizás si Jesús viniera hoy seríamos reticentes a su novedad y tal vez lo
rechazaríamos, o lo escucharíamos con cierta admiración, pero sin deseos de
comprometernos. No seríamos mucho
mejores que aquellos fariseos o aquellos vecinos escépticos de Cafarnaúm… ¿Nos
dejaríamos interpelar de verdad por sus palabras?
La respuesta la tenemos
en nuestras parroquias. Jesús sigue sembrando su palabra, hoy, a través de los
sacerdotes que nos hablan, a través de formadores, catequistas, misioneros,
incluso de amigos y familiares que nos dan testimonio. Quien se deja llamar por
Jesús, hoy, sin verlo como lo vieron sus discípulos, también entonces hubiera
sido buena tierra para la semilla. Quien hoy se endurece y no se deja penetrar
por la palabra que nos llega a través de otros mediadores, hubiera sido lo que
es ahora: roca dura, zarzal o camino pedregoso donde la semilla no puede
brotar. ¡Que esta lectura nos haga meditar a fondo en nuestra actitud!
Hoy el domingo coincide
con la festividad de la Virgen del Carmen. Si alguien acogió la palabra como
tierra fecunda esta fue María de Nazaret. Ella fue campo fértil, jardín de la
palabra hecha carne. Ella es nuestro mejor ejemplo a seguir, como el faro que
guía a los marineros a buen puerto en medio de las tormentas. Para ser
seguidores de Jesús no hacen falta grandes hazañas, sólo mucho amor, y
disposición a darlo todo. Desde un hogar, en silencio y con discreción, como
María, podemos ser espiga muy fecunda y esparcir vida y alegría alrededor.
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