14º Domingo Ordinario - A
Zacarías, 9, 9-10
Salmo 144
Romanos 8, 9-13
Mateo 11, 25-30
Nadar a contracorriente. Esta imagen
podría resumir la vida del cristiano. Ser coherentes con nuestra fe, con lo que
nos enseñó Jesús, va tan en contra de las tendencias y valores de nuestro mundo
que no parece sino que luchamos contra gigantes… Pero, como dijo un escritor,
sólo quienes nadan a contracorriente están vivos. Quienes se arrastran y se
dejan llevar es porque han muerto.
Las tres lecturas de hoy nos muestran
que vivir «a modo de Dios» es una auténtica revolución cultural. Vivir en
cristiano supone desafiar los esquemas y escalas de valores de nuestra
civilización. Nuestra cultura, por ejemplo, glorifica el éxito y la fuerza.
Pues bien, en la primera lectura encontramos a una princesa que ve llegar a su
rey montado en un borrico manso, no en un corcel de batalla. Sin armas, sin
guerra y sin violencia, «dictará la paz a las naciones» y «dominará de mar a
mar». El suyo será un reino de paz y justicia. Es hermoso pensarlo, pero nos
queda la duda… ¿Puede triunfar, un rey así? La historia parece mostrarnos lo
contrario…
La segunda lectura de san Pablo nos
muestra la oposición entre vivir sujetos a la carne o al espíritu. Hay que
entender bien esta expresión, pues podría llevarnos a pensar que el cuerpo es
malo y debemos despreciarlo. Los teólogos nos explican que vivir según la carne
es vivir cerrados en nuestro egoísmo e interés; vivir en el espíritu es vivir
abiertos a la vida de Dios, que anima tanto el cuerpo como el alma, y que se
entrega generosamente para amar a los demás. En términos modernos, san Pablo nos
está diciendo: podemos elegir vivir según una pulsión de muerte (el egoísmo) o
según una pulsión de vida, es decir, abiertos al espíritu de Dios, que nos
regalará la vida eterna.
Jesús, en el evangelio, nos muestra su
rostro más humano, cálido y a la vez revolucionario. Jesús es un rompedor no
violento, que transforma el mundo y las gentes a golpe de amor. No se dedica a
predicar en las élites intelectuales, sino a la gente sencilla del pueblo, que
no sabe leer ni escribir, ni conoce al dedillo las escrituras ni siguiera
cumple todos los preceptos de la ley de Dios. Hoy diríamos que Jesús predica a una
multitud de personas con poca formación, incluso muchas que no vienen a misa y
creen a su manera, intentando ser buenas personas en el día a día, como pueden.
Jesús no busca un público prestigioso ni aplausos, sino llevar el reino de su
Padre a toda persona, en especial a los que más sufren. Y ¿qué sucede? Que Jesús
descubre, emocionado, la honda sabiduría del pueblo, la profundidad de corazón
de estas gentes sencillas, analfabetas, pero con un gran deseo de Dios. Y se
alegra, y alaba a Dios porque en estos pobres, que los letrados desprecian, él
ha encontrado bondad y una riqueza escondida.
Jesús se vuelca en ellos. No quiere que
sobrevivan, quiere que vivan, y que
sus vidas adquieran sentido, belleza, esperanza. Por eso los llama: venid a mí
los cansados y agobiados, que yo os aliviaré. ¿No nos sentimos identificados
con ellos? Cuántos de nosotros vivimos así, cansados, agobiados, atados por mil
cadenas: familiares, económicas, laborales, sociales… Incluso cadenas
psicológicas y de salud. Jesús nos llama con dulzura y nos ofrece alivio. ¿Cuál
es el secreto? Ser como él, mansos y humildes. No quiere decir que seamos
resignados, sino que aprendamos a aceptar con humildad lo que somos y cómo
somos, nuestra vida y nuestras circunstancias. El orgullo es el que nos pesa, porque
nos obliga a ser los primeros, los mejores, los imprescindibles, los más
competentes. La esclavitud del qué dirán es la que nos pesa. La rebeldía ante
lo que no podemos cambiar es lo que nos pesa. En cambio, desde la aceptación
serena, con paz, podemos pedir la ayuda de Dios, contar con él y seguir
adelante. Con Jesús de compañero toda carga se aligera. Jesús nos envía siempre
buenos apoyos, mensajeros suyos, que nos salen al encuentro y comparten
nuestras cargas en el camino de la vida. ¡Estemos bien atentos!
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