Isaías 25, 6-10
Salmo 22
Filipenses 4, 12-14, 19-20
Mateo 22, 1-14
A casi todos nos encanta
que nos inviten. ¡Qué honor, ser invitados a la boda de unos amigos, a un
bautizo, a una celebración de aniversario! La invitación es un reconocimiento
de amistad, un gesto que nos dignifica y refuerza nuestros vínculos con aquella
persona que nos convida. También es la promesa de una fiesta, de un tiempo
hermoso de encuentro y alegría con los demás.
¿Qué diríamos si
supiéramos que alguien es invitado a una boda y se excusa diciendo que tiene
mucho trabajo? ¿Y si dijera que no puede porque tiene que pintar su casa? ¿O
que tiene que llevar al taller su coche, o programar una visita médica
justamente para ese día? Las bodas siempre se organizan con mucho tiempo de
antelación. ¿No nos parecerían absurdos esos pretextos para no ir? De inmediato
pensaríamos: Todo eso son excusas. Lo que pasa es que esa persona no tiene
ganas de ir a la boda. Le importa poco que sea una fecha especial para el amigo
que le ha invitado. Sus asuntos, hasta los más triviales, son más importantes
que ¡una boda!
Jesús utiliza esta
parábola para explicar una verdad más honda. Es Dios quien nos invita a su
reino. La boda es el desposorio del hijo de Dios con la humanidad, el encuentro
amoroso entre Jesús y cada uno de nosotros. La boda, podríamos decir, es
también una imagen de la eucaristía. Y ¿a quién invita Dios? Primero a sus
amigos, a quienes se supone que están cerca de él. En el caso del evangelio,
Jesús se refiere al pueblo de Israel. Cuando Israel rechace la invitación, el
convite se extenderá a todo el mundo. ¿El único requisito? Llevar el traje de
bodas: es decir, acudir con alegría y con ganas, con el alma vestida de fiesta.
¿Es posible rechazar una
invitación de Dios? Por increíble que parezca, así es. Dios nos invita a su
amor, nos convida a una fiesta donde quiere obsequiarnos con lo mejor que
tiene: su propio Hijo. ¿Cómo podemos rechazarlo? Es muy triste, pero Dios está
recibiendo desplantes a diario… Y los peores desplantes no son de los alejados,
sino de los más próximos, los que, en teoría, son amigos y deberían responder.
Nosotros, hoy domingo,
venimos a su banquete. Hemos aceptado la invitación, por eso estamos aquí.
Vamos a disfrutar de la boda. Al menos no hemos rechazado el convite. Pero ¿venimos
con el traje de fiesta?
¿Venimos por obligación,
por rutina o con verdaderas ganas? ¿Venimos con el corazón abierto a recibir el
regalo de esta fiesta? ¿Venimos dispuestos a escuchar la palabra y a comer el
cuerpo de Jesús? Antes de venir, ¿nos hemos lavado el alma? ¿Hemos perdonado a
nuestros enemigos o a aquellas personas con las que tenemos cuentas
pendientes?
Son interrogantes que
vale la pena hacerse meditando, con gratitud, que cada misa es una boda a la
que Dios nos convida, y en ella se da una unión preciosa e íntima, en la que
nosotros ya no somos meros invitados, sino coprotagonistas. Nosotros somos la
novia, la desposada, la muy amada de Dios Padre y el Hijo. Nuestras arras y
nuestra corona nupcial serán el fuego y los dones del Espíritu. ¿Podemos
rechazar esto?
Vivamos cada eucaristía
plenamente, profunda y gozosamente, como un auténtico banquete de bodas.
Bájate la homilía en pdf aquí.
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