Éxodo 23, 20-26
Salmo 17
1 Tesalonicenses 17, 2-4. 47. 51
Mateo 22, 34-40
Todas las religiones del
mundo tienen preceptos. También todas las culturas y países tienen un código de
leyes por el que se rigen. Las leyes, en principio, no están para esclavizar a
nadie, sino para regular la convivencia y permitir que todo el mundo pueda
vivir en paz. Pero, como humanas, no siempre son justas ni iguales para todos. Tampoco son inamovibles: con el tiempo, se modifican y se adaptan a nuevas realidades.
Entre los pueblos
antiguos, Israel desarrolló sus propias leyes, en algunos aspectos muy
parecidas a las de sus vecinos. Pero se distinguían en algo fundamental: y es
que Dios, y no un rey, era el principal dador de la Ley. Toda la ley hebrea se
deriva de esta ley divina que emana de Dios. Y Dios, como nos recuerda el
Éxodo, es un Dios de amor y misericordia que se preocupa por sus criaturas: «yo
soy compasivo». La vida surge de Dios, el ser humano es obra suya. Por tanto,
la defensa de la vida, la dignidad de toda persona y la justicia, son
inexcusables. No se puede adorar a Dios y ser injusto con los hermanos. No se
puede honrar a Dios y explotar al prójimo. No se puede rendir culto a Dios y
ser tacaño o usurero con los demás. Las leyes humanas pueden variar, pero la ley de Dios, en este punto, es siempre la misma.
Jesús resumirá de manera
espléndida la ley de su pueblo ante los fariseos. Estos, que a veces se
enredaban entre tantísimas leyes y preceptos que regulaban su vida, a veces
corrían el riesgo de andar por las ramas y perder la visión global del bosque.
Jesús les recuerda: el primer mandamiento, el principal, siempre, es amar a
Dios con todo nuestro ser: mente, cuerpo y corazón. Y de este se deriva el
segundo, tan importante como el primero: amar al prójimo como a ti mismo.
Fijaos que Jesús equipara ambos mandamientos. Amar al otro es igual a amar a
Dios. No es posible el uno sin el otro.
A veces parece más fácil
amar a Dios. Como no lo vemos y no nos fastidia nunca, resulta sencillo cumplir
ciertas devociones y preceptos, rezar un poco y sentirnos bien. Pero ¡cómo cuesta
amar al prójimo! Tanto si es un ser querido como si es un enemigo, lo tenemos
al lado, a veces nos importuna, nos cansa, nos exige dar más de nosotros
mismos… Nos agota la paciencia o pide que seamos capaces de perdonar. Nos saca
de nuestro confortable egocentrismo y nos desafía. Pero si amas a Dios, no
puedes dejar de amar lo que él más ama, que son sus criaturas, incluido tú
mismo. Amar a los demás es consecuencia del amor a Dios.
A otras personas, en
cambio, les resulta fácil amar a los demás, sobre todo si no son muy creyentes
o tienen una fe diluida. Pero ¿amar a Dios por encima de todas las cosas? ¿Cómo
hacer esto? San Juan nos diría: si estás amando al otro, de verdad, con
generosidad y no por interés, ya estás amando a Dios. «El que diere un vaso de
agua a uno de estos, por amor de mi nombre, a mí me lo da», dijo Jesús. Por
otra parte, tener presente a Dios nos ayuda a sanar y a equilibrar nuestros
amores humanos, que a veces están muy teñidos de otras cosas que no son amor.
Nuestras relaciones están a menudo marcadas por la necesidad, la dependencia, el
miedo, el ansia de afecto o reconocimiento, los celos… Sabernos y sentirnos
amados por Dios nos llena de ese amor incondicional y generoso, libre, que
necesitamos para amar a los demás sin caer en chantajes emocionales ni en
afectos efímeros y conflictivos.
Los dos mandamientos del
amor, a Dios y al prójimo, son las dos columnas de nuestra vida cristiana. O
las dos caras de una misma moneda. Son las dos realidades que nos sustentan
como personas y nos hacen enteros. ¿Qué es una persona sin amor? ¿Dónde
arraigamos nuestro ser, si no sentimos que somos creados y sostenidos en la
existencia por un Amor infinito? Los grandes males del mundo, en el fondo, son
fruto del desamor. El hambre de amor hace estragos, desde peleas familiares,
rupturas matrimoniales, batallas políticas, crímenes y hasta guerras. El mundo
sufre y sangra por falta de amor. Por eso amar se convierte en un mandato. No
una orden impuesta, ni una obligación arbitraria, sino una urgencia, una
necesidad vital. Amar no es opcional. Amar es cuestión de vida o muerte.
Necesitamos, desesperadamente, aprender a amar y a dejarnos amar. Somos muy
analfabetos en el amor… Empecemos, hoy, a mejorar un poco cada día. Tenemos al
mejor maestro, que se mete en nuestro corazón y en nuestro cuerpo cada día que
lo tomamos en la eucaristía. Que Jesús, puro amor, cale en nosotros y nos
enseñe a amar como él.
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