Isaías 5, 1-7
Salmo 79
Filipenses 4, 6-9
Mateo 21, 33-43
Mi amigo tenía una viña…
La cavó, la plantó, la cuidó con esmero y esperaba recoger una cosecha
abundante de uva buena. En vez de esto, dio agrazones. ¿Qué hará con la viña?
El canto de la viña es
uno de los pasajes más conocidos del profeta Isaías, y un texto que debía
quedarse grabado en los corazones de muchos judíos. Jesús conocía bien los
escritos de este profeta y los cita a menudo en el evangelio. Ante los
sacerdotes y los ancianos del pueblo Jesús vuelve a contar esta historia en
forma de parábola, pero con una variante mucho más dramática. La viña sí da
fruto, pero los viñadores quieren apropiarse de la cosecha y no la entregan a
su amo. Apalean a los criados que él envía y, cuando el amo finalmente decide
enviar a su propio hijo, lo matan para adueñarse del campo.
¿Qué hará el dueño de la
viña con esos trabajadores inicuos? Los sabios responden a Jesús: Los hará
morir de mala muerte y buscará a otros labradores. No se dan cuenta de que, con
esto, se están acusando a ellos mismos.
La viña, en el contexto
bíblico, es una imagen del pueblo de Israel. Hoy podríamos decir, del mundo. El
mundo es la viña de Dios, que él ha cultivado con amor. Los viñadores son los
líderes del pueblo, hoy diríamos que son los gobernantes, los educadores, los
sacerdotes que pastorean a la Iglesia. Todos aquellos que tienen una
responsabilidad pública y social son viñadores. Y ¿qué hacen? Muchas veces, en
lugar de educar y cuidar de las personas para que se desarrollen y den buen
fruto, las pierden, las engañan o las explotan, o siembran en ellas semillas de
ignorancia, de odio y violencia. Estos líderes que causan tanto daño están
robando y manipulando la vida de las personas, algo sagrado que sólo pertenece
a Dios, el amigo de la vida sin excepción.
La parábola va más allá.
Finalmente, el amo envía a su hijo. ¿Quién es? El hijo es Jesús. Cuando Dios ve
que el mundo no escucha a sus profetas, él mismo entra en la historia para
sembrar su semilla de vida eterna en cada ser humano. Pero ¿qué sucede? En su
ceguera y ambición, los hombres quieren matar al mismo Dios que les ha dado la
vida. El amo de la viña molesta. Quieren quitárselo del medio y hacerse dueños
en su lugar. Es el endiosamiento del hombre que cree ser amo del mundo y
pretende dominar la naturaleza y la historia con su fuerza, su dinero, su
ciencia y su tecnología.
En Isaías el dueño del
campo se enfurece y decide entregarlo a la destrucción de los enemigos. Es una
imagen simbólica del desastre que hizo desaparecer a Israel del mapa,
conquistado por los babilonios primero, y luego por persas, griegos y romanos. En
el exilio, los israelitas pudieron meditar sobre su orgullo y su infidelidad a
Dios. Vieron la catástrofe como un castigo y, a la vez, una oportunidad para
reflexionar y renovarse.
Jesús no habla de
castigo. En cambio, dice que el amo de la viña se la quitará a los viñadores
homicidas y la dará a otro pueblo que dé buenos frutos. Jesús se estaba
refiriendo a la futura comunidad de creyentes. Los jefes de su pueblo lo
llevaron a la cruz; serían los galileos, los pobres y sencillos, y muchos
extranjeros los que creerían en él y formarían la primitiva Iglesia. El regalo
de Dios, destrozado por el pueblo elegido, iría a parar a otras manos. La buena
noticia del Reino ya no sería exclusiva para Israel, sino que se esparciría por
todo el mundo.
Podemos hacer una lectura
de esta parábola aplicada a nuestras comunidades de hoy. Nuestra parroquia
también es una viña y nosotros, los cristianos comprometidos, somos los
viñadores. ¿Damos buen fruto? ¿Acogemos a Jesús y dejamos que él cambie nuestra
vida? ¿Es nuestra parroquia un foco de evangelización, un lugar de convivencia,
un refugio de caridad y acogida con las puertas abiertas hacia afuera? ¿Es
nuestra parroquia un verdadero faro en la noche, un oasis en el desierto, un
hospital de campaña en medio de la guerra? Si no es así, si nuestras
comunidades se vuelven estériles y amargas… Dios quizás no nos castigue, pero
sí veremos cómo este viejo mundo, decrépito, se va muriendo, y quizás vendrán
otras personas, con el corazón abierto y una fe fresca y renovada, que sabrán
recibir el don de Dios y hacerlo fructificar.
Nuestras parroquias envejecen y
las comunidades parecen en peligro de extinción. ¿Qué nos salvará? Miremos,
dentro de nosotros, en nuestro corazón. ¿Somos buenos viñadores? ¿O por el
contrario, con nuestra dureza y frialdad, con nuestra falta de caridad, nos
estamos convirtiendo en viñadores homicidas, que apagan el fuego del Espíritu
Santo? Abrámonos. Abrámonos sin miedo, sin reparos, y dejemos que el amor de
Cristo, a quien recibimos en cada eucaristía, nos transforme y haga de nosotros
buenas uvas, buen vino, luz del mundo.
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