Eclesiástico 3, 2-14
Salmo 127
Colosenses 3, 12-21
Lucas 2, 22-40
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Este domingo celebramos una fiesta entrañable: la Sagrada
Familia. Dios se hace humano como cualquier otro niño y Dios también tiene una
familia . Si al encarnarse Jesús divinizó la humanidad, al crecer en
medio de una familia ha hecho sagrada esta institución humana.
Pero ¿cómo podría ser de otra manera? Todos nacemos y
crecemos en familia. La familia nos es necesaria como la tierra para una
plantita que brota. Es nuestra raíz y nuestro alimento durante años, aunque
luego nos independicemos y sigamos nuestro camino, formando otra familia
distinta. En medio de la crisis que sacude nuestro mundo de hoy, y pese a que
los valores tradicionales son desafiados, la familia sigue siendo la institución
más valorada por la mayoría de la gente, y también es el último refugio y
recurso cuando las cosas van mal dadas. Como dijo cierto autor, la familia
nunca entrará en decadencia, porque la necesitamos. Aunque cambien las
costumbres y las formas, siempre será necesaria, y siempre volveremos a ella.
Pero la vida en familia no es un camino de rosas. Incluso
las familias mejor avenidas saben que la convivencia diaria no es fácil, que
los roces son continuos y las cruces jalonan la historia familiar. Los matrimonios que duran largos años
aprenden que amar también es ceder, conceder y adaptarse. El amor de los
nuestros es gratificante, pero no nos ahorra muchos sufrimientos y
preocupaciones. Vivir en familia es un desafío constante.
Y cuando se producen rupturas… ¿qué decir? El drama es
tremendo y los que más sufren son los niños, que no pueden asimilar el fallo
del amor, la ausencia de uno de los dos padres, o la violencia que a veces se
da entre ellos. Las rupturas matrimoniales son guerras que siempre dejan víctimas
tras de sí. Todos salen heridos y la reconstrucción de la vida es larga y
costosa, pero necesaria.
¿Por qué cuesta tanto convivir? ¿Por qué rompen tantas
parejas? ¿Por qué las familias se pelean y se enfrentan? ¿Por qué lo que
debería ser un espacio de cielo se convierte en un infierno, o en una cárcel?
¿Qué sucede?
La enfermedad que ataca toda relación y toda familia se
llama desamor. La falta de amor es una anemia vital que todo lo corroe y
debilita, hasta destruirlo. Y la falta de amor no es tanto una falta de
sentimiento o de pasión, como una falta de voluntad y perseverancia. Para amar,
hay que querer amar, cada día, y decir sí al otro, cada día, cueste lo que
cueste.
San Pablo en su carta a los colosenses da pistas y unos
consejos a las familias, que no han perdido su vigencia con el paso de los
siglos. Ante todo, pide que tengamos “compasión entrañable, bondad, humildad,
mansedumbre”. ¡Estas son las cualidades de Dios! Mirar al otro —y a nosotros
mismos— con ojos de madre amorosa, este es el primer secreto para la
convivencia familiar, y en cualquier grupo o comunidad.
Perdonar: otro pilar de la familia. Si Dios lo perdona todo,
¿cómo no vamos a perdonar nosotros? Esto no significa que no tengamos que
enmendarnos y procurar no cometer de nuevo los errores y los daños infligidos.
Pero sin perdón, la paz en la familia no es posible. ¡Todos tenemos tanto que
perdonar, y tanto por lo que pedir perdón!
Ser agradecidos: otra premisa para vivir con paz. Hemos
recibido mucho, no podemos vivir con la permanente sensación de que los otros
nos deben algo y son injustos con nosotros. Tenemos la vida y muchos dones que
no hemos buscado ni merecido, ¿de qué sirve vivir quejosos de lo que no
tenemos, cuando tenemos tanto que agradecer? La gratitud se extiende no sólo a
los demás, sino al mismo Dios, que nos da la vida y nos lo da todo: ¡Cantad a
Dios! Quien vive agradecido no exige a los demás lo que es quizás injusto o
excesivo.
Enseñaos mutuamente. Es una obra de misericordia enseñarse,
aconsejarse, avisarse, siempre con amor y buscando el bien del otro, sabiendo
escuchar y respetando su libertad.
Finalmente, san Pablo dirige unos consejos a los maridos, a
las mujeres, a los padres y a los hijos. No hemos de ver en ellos signos de
machismo: Pablo pertenece a la cultura de su tiempo y es normal que hable de
obediencia y sumisión. Más bien deberíamos fijarnos en lo que, para aquella
época, era extraordinario y novedoso. En una cultura donde el hombre era dueño de su
esposa, Pablo exhorta al amor y a la ternura: “maridos, amad a vuestras mujeres
y no seáis ásperos con ellas”. ¿Qué líder religioso decía algo así en aquel
tiempo? Y en una cultura donde los padres eran los amos de sus hijos, y podían
disponer de ellos a su antojo, hasta venderlos como esclavos, Pablo dice algo
insólito: “No exasperéis a vuestros hijos, que no pierdan el ánimo”. ¡Qué
actuales suenan estos consejos! Es pedagogía moderna: educar con bondad,
motivando y no presionando.
En esta fiesta de la Sagrada Familia, leamos despacio la
segunda lectura, saboreemos y meditemos los consejos del apóstol y
propongámonos vivirlos como mejor sepamos, en nuestro hogar y con nuestros
seres queridos. Seguro que veremos cambios hermosos.