Isaías 63, 16b-17; 64, 1.2b-7
Salmo 79
1 Corintios 1, 3-9
Marcos 13, 33-37
Este año vamos a
reflexionar sobre las segundas lecturas de la misa dominical. Son las grandes
olvidadas. Muchas veces no las escuchamos con atención y son textos que «nos
suenan», pero no siempre profundizamos en ellos.
Es muy interesante seguir
y meditar estas lecturas, porque son cartas de los apóstoles a las primeras
comunidades: tratan temas, problemas y desafíos muy similares a los que
afrontamos los cristianos de hoy. Si la primera lectura del Antiguo Testamento
nos presenta las promesas de Dios y el evangelio es la historia de la promesa
cumplida, las segundas lecturas son el testimonio de una comunidad que intenta
vivir esa promesa, hecha realidad, en su vida de cada día.
Pablo es el gran
enamorado de Cristo, que predica a los gentiles, los que viven ajenos
totalmente a la fe de Israel y al Dios de Jesús. Hoy Pablo se lanzaría a
predicar al mundo agnóstico, ateo, al mundo que prescinde de Dios o que busca
mil formas de espiritualidad a la carta. Es nuestro mundo, nuestra sociedad,
los mismos retos que afrontamos las parroquias y la Iglesia de hoy.
Dios es fiel
Hoy, en este primer
domingo de Adviento, la primera lectura de Isaías nos habla de un Dios que,
pese a todas las desgracias y dificultades, nunca abandona. En medio de las
peores crisis la gran tentación es olvidar a Dios o renegar de él. Reconocer su
presencia en la noche es un don que nos renueva. Podemos sufrir y tener
problemas, pero el hecho de existir y estar vivos es la mayor señal de que, por
encima de todo, somos amados y podemos aprender de las situaciones para crecer
y hacernos más personas, más humanos y más hijos de Dios. Somos arcilla y Dios
es el alfarero.
Pablo saluda a la
comunidad de Corinto, una comunidad grande y activa. Y les dice dos cosas muy
importantes. Primero, da gracias a Dios por el don de Cristo. Tener a Cristo es
contar con el mismo Dios a nuestro lado, presente en nuestra vida: con su amor
lo tenemos todo. «No carecéis de ningún don». Ante las posibles persecuciones e
incomprensión del mundo, no hay que temer. Tampoco hoy debe asustarnos ni
avergonzarnos ser cristianos. Dios nos dará la sabiduría necesaria para
expresar nuestra fe. Lo importante es dar testimonio. No defendemos unas ideas
ni una doctrina ni necesitamos armarnos de razones. Comunicar lo
que vivimos, nuestra experiencia, esta es la auténtica evangelización. Sin una
vivencia profunda e íntima de Dios, de comunión con Jesús, toda palabra será
hueca, sonará artificiosa y ajena a la realidad. Pero cuando uno está
enamorado, ¡cómo se nota! ¡Cómo se nota que una madre, un esposo, un hijo, ama!
«Dios os llamó a
participar de la vida de su Hijo, Jesucristo», dice Pablo. Esto es enorme. La
vida de Jesucristo no es cualquier vida: es una vida plena, entregada,
apasionada y apasionante. Y más aún, es una vida resucitada, que no termina en
la tierra, sino que se prolonga en la eternidad.
Muchas personas viven
angustiadas y buscando el sentido a la vida. ¿Cuál es mi propósito vital?, se
preguntan, y no encuentran. Pero todos tenemos una vocación que espera ser
descubierta. Y, más allá de la vocación personal, todos estamos llamados a un
mismo destino: tener una vida plena y una vida eterna. La vida de Jesús tiene
sentido porque es una vida de entrega y porque en ella la persona va más allá
de sí misma. Dios se hace humano, ¿para qué? Para divinizar la humanidad. Este
es el sentido más hondo de la Navidad. Sí: Dios nos crea con amor y nos llama a
compartir su vida, que es puro amor, creatividad gozosa, alegría y belleza. El
cristianismo tiene mucho a ofrecer a los eternos buscadores de sentido. Y no
sólo ofrece una promesa, sino que el mismo Dios se hace alimento y «pan para
nuestro viaje», para ayudarnos a conseguirlo. Nos da una meta hermosa y nos da
los medios y el camino. «No carecéis de ningún don…» Dios promete, Dios
acompaña y Dios nos espera. Y, como nos recuerda Pablo, «¡Él es fiel!»
Incluso en la vida de las
personas que parecen más alejadas de él, Dios no deja de buscarles, de
manifestarse y de hacerse cercano. Dios tiende la mano de muchas maneras.
Quizás el problema es más nuestro: no lo vemos, no lo queremos ver o estamos
tan llenos de soberbia, o de nosotros mismos, que no podemos verlo. Él está,
pero si nos tapamos los ojos con la mano, ¡nunca lo veremos!
Por eso Jesús en el evangelio dice tres veces: ¡Velad! Ese velar es vivir despiertos y aprender a descubrir la presencia de Dios, cada día, siempre cerca.
Descarga la reflexión en formato imprimible aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario