Deuteronomio 4, 32-40
Salmo 32
Romanos 8, 14-17
Marcos 28, 16-20
Celebramos hoy una fiesta muy hermosa, que es el fundamento
de nuestra fe y de nuestra vida cristiana: la fiesta del Dios Trinidad, el Dios
que es familia, comunidad de amor, vida que se despliega y se derrama sobre
nosotros. Hoy celebramos que Dios no sólo existe, no sólo ha creado todo, no
sólo nos sostiene en la existencia… sino que lo ha hecho por amor, y con ese
mismo amor nos llama a compartir su divinidad.
San Pablo lo dice bien claro: «Habéis recibido, no un
espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos
adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abbá! (Padre).» Leamos despacio esta frase,
porque contiene una verdad que nos cambia la vida radicalmente.
De la admiración ante el mundo podemos pasar a preguntarnos
quién es el autor de todo cuanto existe. El universo, como una obra de arte,
nos habla del artista que lo imaginó y lo hizo existir, con sólo el poder de su
palabra.
Pero Dios no sólo es admirable como creador. Podría haberse
limitado a crear y quedarse allí, en su cielo, observando cómo las criaturas
nos desenvolvemos. ¿Por qué un artista crea su obra? ¿Por qué unos padres
engendran un hijo? Tras un nacimiento hay una voluntad, un deseo, una
inspiración. Lo que ha movido a Dios a crear es el amor. Todos somos fruto de
su intención amorosa. Por tanto, en la
raíz de nuestra existencia hay un gran, inmenso amor.
Y ese mismo amor que nos ha llamado a existir da un paso más
adelante. Dios no sólo nos crea por amor, sino que nos invita a compartir su vida
y a formar parte de su familia. Por eso, dice Pablo, no somos esclavos, sino
hijos. ¡Hijos de Dios! ¿Somos conscientes de lo que supone creernos, sentirnos,
sabernos hijos de Dios? ¿Nos percatamos de lo que estamos diciendo cuando
empezamos a rezar y decimos «Padre»?
Para muchos hombres Dios no existe. Somos huérfanos en la
existencia, fruto del azar y sometidos a las leyes de la naturaleza y a los
avatares de la historia. Para muchos otros, Dios existe, pero como deidad
terrible que observa y castiga, con poca piedad y mucha exigencia hacia los
seres humanos. Somos esclavos, siervos temerosos de Dios. La buena noticia
cristiana no es sólo que Dios existe, sino que nos ama tiernamente como padre y
como madre. Somos hijos.
El mayor regalo que Dios nos ha hecho, después de existir,
es darse a sí mismo. ¿Cómo? Mediante el Hijo, Jesucristo. Y Jesús, como afirma
san Pablo, ha venido a tender un puente entre la tierra y el cielo. Haciéndose
hombre, como nosotros, nos hace hermanos suyos y nos integra su en familia. Una
familia que es un Dios, pero tres personas. ¿Cómo podría haber amor sin un tú y
un yo, sin amor que los uniera?
La Trinidad es un misterio. Por eso no es fácil de explicar
y todas las comparaciones que hagamos se quedarán cortas. Pero nuestra vida ¡está
tan llena de misterios! ¿Cómo explicar el amor entre dos esposos? ¿Cómo
entender el amor de una madre? ¿Cómo medir y pesar el amor entre amigos que
darían la vida unos por otros? Lo más hermoso, lo más bueno, lo más importante…
son esas cosas que están ahí, pero que no podemos explicar ni formular
científicamente. No por ello son menos reales.
¡Cuántas personas languidecen, enferman y mueren por falta
de amor! El amor da sabor e intensidad a la vida. Y el amor siempre busca la
unión con el otro, nunca es individualista, nunca se basta a sí mismo. Los
enamorados saben bien que no hay deseo más grande que estar siempre juntos.
Hoy celebramos a nuestro Dios, que es comunión, que está
enamorado de nosotros y que nos quiere a su lado. En el evangelio, Jesús
expresa un deseo suyo y de sus discípulos, que también podemos hacer nuestro:
«Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.» ¿Puede haber
una promesa mejor?
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