Hechos 1, 1-11
Salmo 46
Efesios 1, 17-23
Marcos 16, 15-20
Hoy celebramos una fiesta solemne, uno de los tres “jueves
que relucen más que el sol”, según la tradición cristiana. Las tres fiestas son
como una progresión, una escalada de tres cumbres hacia un misterio muy hondo y
bello que tiene la virtud de cambiar nuestra vida.
En el Jueves Santo Jesús deja a sus amigos su único
mandamiento, el del amor, y ofrece su cuerpo y su sangre. Se despide y a la vez
se queda con ellos para siempre mediante la eucaristía. En Corpus Christi
volvemos a celebrar con solemnidad esta realidad: que Jesús realmente está
entre nosotros y nos da su vida, su cuerpo y su sangre. ¡Su amor nos salva! En
la Ascensión, parece que el mensaje sea diferente, pues Jesús “sube al cielo
para sentarse a la derecha de Dios”. ¿Acaso nos deja? No, sino que da un paso
más allá. Su presencia sigue entre nosotros y nos envía al Espíritu Santo. Nace
la Iglesia como comunidad donde inaugurar su reino en esta tierra.
Podría parecer que la Ascensión es la fiesta del Dios que
sube al cielo, que se aleja. Así lo viven los apóstoles en un primer momento.
Se quedan arrobados mirando a las alturas y los ángeles tienen que hacerles
reaccionar: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?»
En realidad, en ese momento en que Jesús “sube” para estar
con el Padre, se produce algo diferente: es el cielo el que baja hasta la
tierra, a través de la Iglesia. El Padre, siempre presente; el Hijo, en el pan
y el vino eucarístico, y allí donde dos o más se reúnen en su nombre, y el
Espíritu Santo que todo lo penetra con su gracia. La ascensión es, en realidad,
la fiesta que culmina el descenso de Dios al mundo. Este Dios que es amor, que
es amigo y aliado nuestro, construye su hogar definitivo entre nosotros para
quedarse y acompañarnos siempre.
San Pablo en su carta a los Efesios reza para que el Espíritu nos ilumine y nos haga
comprender cuánto don hemos recibido. Dios todo lo ha puesto bajo los pies de
Jesús, y todo lo ha dado a la Iglesia. Es decir, que nos lo ha dado todo: amor
sin medida, gracia, fuerza, poder, capacidades y talentos… Más aún, se nos ha
dado a sí mismo, el máximo tesoro. Con él tenemos todo el bien imaginable en
nuestras manos, ¡basta que lo aceptemos! Si fuéramos conscientes de esto, jamás
tendríamos motivo para quejarnos ni ganas de estar tristes y desanimados. Ojalá
en esta fiesta de la Ascensión convirtamos nuestras parroquias y comunidades en
verdaderas embajadas de su reino, verdaderos cielos en medio de la tierra.
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