2 Reyes 4, 42-44
Salmo 144
Efesios 4, 1-6
Mateo 5, 1-15
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Las lecturas de este domingo nos
remiten a un viejo problema que azota la humanidad: el hambre. El profeta
Eliseo multiplica unos panes de cebada que le regalan y con ellos alimenta a la
gente. Jesús, en el campo, pide a sus discípulos que den de comer a la multitud
que le sigue. De cinco panes, comen cinco mil personas, tras una multiplicación
milagrosa.
¿Qué enseñanza podemos extraer de
estas lecturas, más allá del milagro o el prodigio?
El hambre y la pobreza son
realidades molestas que nos recuerdan continuamente que el ser humano tiene
necesidades, y que no siempre quedan cubiertas. En muchos, el miedo a la
escasez es un poderoso motivador a la hora de trabajar, ahorrar y tomar
decisiones. Cuántos de nosotros, aunque no hayamos pasado hambre acuciante,
actuamos con este criterio. Nos asusta no tener, no poder comer, no disponer de
lo suficiente… porque la carencia significa pena, dolor y, en último extremo,
muerte.
Los milagros de la multiplicación
de los panes muestran una cosa muy clara: la voluntad de Dios no es que el
hombre pase hambre, jamás. Dios quiere que tengamos todo cuanto necesitamos, y
que incluso nos sobre un poco. La providencia nunca es tacaña ni corta de
miras, sino espléndida.
Ahora bien, en el mundo real, ¿es
esto posible? ¿Es posible que nuestro planeta pueda alimentar a los siete
millones de habitantes que vivimos sobre la tierra? ¿Hay suficiente para todos?
No faltan expertos que dicen que
en el mundo somos demasiados y que el crecimiento demográfico hace mucho tiempo
que se hizo insostenible. La conclusión es tremenda. Si en el mundo sobramos
personas… ¿qué hacer? ¿De qué manera se eliminan a los sobrantes? ¿Cómo obtener
recursos para alimentar a los que ya estamos? Por otra parte, tampoco faltan
expertos que nos dicen: Sí, nuestro planeta tiene una enorme capacidad y, hoy,
está produciendo comida para alimentar no a siete, sino a diez mil millones de
personas. Hay suficiente para todos. Pero entonces, ¿qué pasa? ¿Por qué cada
año mueren setecientos millones de personas de hambre, mientras que mil
millones mueren enfermas de sobrealimentación?
El problema también está claro
desde hace mucho tiempo: no se reparten bien los recursos. La riqueza está mal
distribuida, hay enormes desequilibrios entre unas zonas y otras, entre unos
grupos humanos y otros. No es aceptable que el ochenta por cien de la riqueza
mundial esté en manos del diez por cien de los habitantes. ¿Cómo se pueden
corregir estas desigualdades? Los organismos internacionales y las leyes han
demostrado ser ineficientes. Son buenos para diagnosticar, pero muy poco
eficaces a la hora de curar esta lacra. ¿Qué
nos falta?
San Pablo, en su breve fragmento
de hoy, nos da una clave. El mundo está mal organizado porque falta unidad. No
nos sentimos hermanos unos de otros y acabamos peleando por lo que consideramos que «es nuestro». No sentimos que el hambre de un africano
es mi hambre; que la necesidad que
mueve a un emigrante es mi necesidad;
que la pobreza de mi vecino es mi
pobreza, aunque yo no tenga la culpa; que el dolor del refugiado es mi dolor. El otro, por diferente,
extraño u hostil que me parezca, es otro hijo de Dios. Es mi hermano. El
corazón de Jesús se conmovía al ver a las gentes perdidas, hambrientas y
desorientadas. ¿No se conmueve nuestro corazón al ver las masas de pobres,
desplazados o migrantes? A veces parece que es al revés: nos molesta ver tanta
miseria, despotricamos de los gobiernos porque no controlan la situación y
rechazamos al pobre que viene, mostrando nuestro corazón más duro e inflexible.
Necesitamos, como dice san Pablo,
sentir esa unidad. Necesitamos abrirnos al Espíritu de Dios, que es espíritu
tierno, de amor, de paz. Necesitamos latir como un solo corazón. Especialmente si nos llamamos cristianos, hemos de
sentirnos hermanos de todo hombre y mujer, sea o no creyente, comparta o no
nuestras ideas o cultura. Porque cristiano,
finalmente, quiere decir amado de Dios. ¿No lo somos todos? Y católico quiere decir universal, ¿nos lo
creemos de verdad?
Dios Padre, dice Pablo, «lo
trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo». Todo el mundo está
acogido en el seno inmenso y amoroso de Dios. Por eso, cualquier injusticia,
cualquier discriminación o carencia que alguien sufra en el mundo, es una
herida en el corazón de Dios. Él nos ha hecho libres y se deja herir… ¡no lo
hagamos sufrir! El secreto para que los panes se multipliquen y haya suficiente
para todos es este: el secreto es la unidad.
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