Jeremías 23, 1-6
Salmo 22
Efesios 2, 13-18
Marcos 6, 30-34
En este domingo las lecturas nos hablan del importante papel
del buen pastor. Jeremías clama contra los malos pastores, que en vez de guiar
el pueblo lo desorientan y lo llevan a la perdición. Y avisa que Dios acabará
enviando a un buen guía que «reinará como rey prudente, hará justicia y derecho
en la tierra».
El evangelio nos habla de Jesús y sus discípulos. Vienen de
predicar, expulsar demonios y sanar a muchos enfermos. ¡Están agotados! Y Jesús
se los lleva a descansar. Pero las gentes, como grandes rebaños sin pastor, los
siguen, y Jesús, olvidando el cansancio, «se puso a enseñarles con calma».
San Pablo recoge estas dos dimensiones del buen pastor, que
también encontramos en el conocido salmo 22 ―«El Señor es mi pastor, nada me
falta…»―. Por un lado, el pastor cuida a las ovejas. Se preocupa por su
bienestar, por sus necesidades, tanto físicas como emocionales. Quiere que
coman, descansen, reparen sus fuerzas. Les da apoyo, compañía, amistad. Por
otro lado, las guía en su caminar diario. Las enseña y las entrena para que
puedan ejercer su misión y lleguen a vivir en plenitud.
De la lectura de san Pablo señalaría varios aspectos que nos
atañen mucho a los cristianos de hoy.
Dice Pablo que gracias a la sangre de Cristo, los que
estaban lejos ahora están cerca. Jesús acerca a los alejados de Dios. Si la
Iglesia no sabe acercar, acoger y escuchar a los alejados, algo está fallando
en su misión. ¿Sabemos tener las puertas de nuestras iglesias abiertas a los
que se alejaron? ¿Sabemos invitarles sin forzarles, sin reabrir viejas heridas,
sin caer en el proselitismo o en la manipulación?
«Él es nuestra paz», dice Pablo. Todos buscamos la paz,
quizás es una de las cosas que más persiguen los hombres de todos los tiempos.
Pero ¿dónde la buscamos? ¿Creemos de verdad que la paz está en Jesús? Muchos
buscan la paz en terapias, técnicas espirituales, lecturas, viajes o sabidurías
varias. Pero todas esas paces son efímeras y condicionadas. La verdadera paz,
la que dura incluso cuando llegan las tormentas de la vida, viene del saberse
infinitamente amado, sin condiciones. Y sólo Jesús nos puede dar esa paz,
muriendo por amor a nosotros, resucitando para que también nosotros podamos
disfrutar de la vida eterna. ¡En él está la paz! No en cosas ni en saberes,
sino en una persona, en Jesús.
Cuando uno vive esta paz profunda, se abre a los demás y ya
no los ve como “otros”, “diferentes”, “enemigos” o “alejados”. Pablo sigue
diciendo que Jesús ha abolido el odio. ¡Qué importante es entender esto! Pero
¿cómo logra Jesús abolir el odio y las divisiones? Aboliendo todo aquello que nos
separa y enfrenta. Y aquí Pablo se la juega: es la ley, las reglas, los
mandamientos, que segregaban al pueblo judío haciéndolo único y especial, lo
que Jesús ha abolido. Ya no hay más segregaciones, ya no hay más favoritismo.
Ni para los judíos ni para los cristianos, que podemos caer en la misma
arrogancia de pensar que, por ser cumplidores y creyentes, somos los preferidos
de Dios.
Paz a todos, también a los de lejos, insiste Pablo. Dios ama a
todos y quiere salvar a todos. Dios no distingue, todos los seres humanos somos
hijos suyos. Lo más importante de la Iglesia no es enseñar mandamientos ni
normas, ni siquiera doctrinas. Lo más importante que podemos ofrecer al mundo
es el mismo Jesús, y el amor que viene del Padre y del Espíritu: unión y
reconciliación con todos los hombres. Lo mejor que podemos dar es ese mismo
amor que «gratis hemos recibido». Recordemos aquella bienaventuranza: «Dichosos
los que trabajan por la paz, ellos serán llamados hijos de Dios».
Aquí encontrarás la homilía en versión pdf.
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