Ezequiel 2, 2-5
Salmo 112
2 Cor 12, 7b-10
Marcos 6, 1-6
Las lecturas de hoy nos hablan del profeta y sus desafíos.
Ezequiel es enviado a un pueblo que no le hará caso, y Dios mismo lo avisa en
el momento en que lo llama: «Yo te envío a un pueblo rebelde…». Jesús predica
en la sinagoga de Nazaret y su gente, perpleja ante lo que dice, acaba
desconfiando. «¿De dónde saca todo eso? ¿No es este el carpintero, el hijo de
María…?» Como diciendo: si ya le conocemos, es uno de nosotros. ¿A qué viene
ese don de profecía? ¿Quién se ha creído que es?
Es la eterna lucha de la mediocridad ante la excelencia.
Cuando alguien sobresale, ya sea por sus talentos, por su audacia, o porque
tiene una misión clara y no renuncia a ella, siempre hay una multitud que
quiere anular o frenar a esa persona. Quizás porque la libertad de quien se
atreve a seguir su camino es un recordatorio molesto para quienes no se deciden
a emprender el suyo propio.
San Pablo también sufre el destino del profeta. ¡Está
llamado a una misión tan alta! Y, sin embargo, se siente pequeño, débil y
pecador. Sus fallos se le presentan continuamente ante sí. Entonces se da
cuenta de que esos defectos, esos errores en los que cae una y otra vez, esas
flaquezas, están ahí por algún motivo.
Pablo siente sus fallos como aguijones que lo atormentan:
«me han metido una espina en la carne», dice. Y más aún: «un ángel de Satanás
me apalea». Pero añade: «para que no sea soberbio». Pablo ha ido más allá que
muchas personas que, ante sus defectos, se impacientan y se desesperan. O los
niegan, o los ocultan o bien se autoflagelan porque nunca consiguen vencerlos.
Pablo hace una lectura más profunda: los defectos nos recuerdan que no somos
perfectos, y son una cura de humildad para nuestro orgullo. No somos ángeles,
no somos dioses, no somos infalibles. Ningún ser humano lo es.
Pero nos pesan nuestros errores y pecados. Nos pesan
nuestras debilidades y quisiéramos librarnos de ellas. Pablo reza y lo expone
ante Dios. Le pide ayuda a Cristo. «Tres veces he pedido al Señor…» ¿Qué le
responde? La respuesta de Cristo es sorprendente. «Te basta mi gracia: la
fuerza se realiza en la debilidad».
Dios no siempre nos da exactamente lo que le pedimos. Nos da algo mayor. Quizás le pedimos una
solución rápida a nuestros problemas; él nos da la fortaleza para aprender a
gestionarlos. Quizás le pedimos que cese la tormenta. Él nos da sabiduría y
coraje para afrontarla. Quizás le pedimos que cese un conflicto; él nos da
sabiduría para extraer una enseñanza importante.
Pero nos da algo más: nos da su gracia: es decir, su amor,
su apoyo, su amistad y su comprensión. ¿Necesitamos algo más, para poder
reconciliarnos con nosotros mismos? «Mi gracia te basta», nos dice Jesús a
todos. Estoy contigo, no temas. Conmigo lo tienes todo.
Pablo comprende la enseñanza. No tiene que apoyarse tanto en
sí mismo, sino en Cristo. No tiene que preocuparle tanto que los demás vean sus
defectos: «Así residirá en mí la fuerza de Cristo». Tampoco tendrá por qué
vanagloriarse de sus obras. Todo el mérito es de Dios. ¡Humildad! Por eso, los
insultos, las persecuciones, las dificultades… todo eso podrá soportarlo y
digerirlo. ¿Qué es todo esto al lado del amor de Dios? Cristo está a su lado.
El orgullo y la buena imagen son las grandes debilidades del
profeta, del misionero, del agente pastoral y de cualquier cristiano
comprometido. Cuando nos fiamos de nuestros talentos y habilidades, ¡qué
frágiles somos! En cualquier momento podemos caer, los otros verán nuestros
fallos y nos sentiremos derrotados, avergonzados y heridos en nuestro amor
propio. En cambio, cuando nos apoyamos en Cristo, trabajaremos con entusiasmo,
pero sin que nos importe el qué dirán, sin que nos hieran las críticas, sin que
nos deprima el rechazo y los comentarios malévolos de los demás. Aceptar
nuestras flaquezas con paz, sintiéndonos amados y apoyados por Dios, nos hará
fuertes. Y podremos decir, con san Pablo: «Cuando soy débil, entonces soy
fuerte».
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