2018-10-25

Dios nos ama y nos llama

30º Domingo Ordinario - B

Jeremías 31, 7-9
Salmo 125
Hebreos 5, 1-6
Marcos 10, 46-52

Aquí encontrarás la homilía en pdf.

¿Qué tienen en común las tres lecturas de este domingo? En la primera, leemos una profecía de Jeremías: Dios promete llamar a su pueblo, disperso y desterrado, y congregarlo en su tierra, donde harán gran fiesta y serán colmados de bendiciones. En la segunda, la carta a los hebreos, leemos que todo sacerdote es llamado a la misión de hacer de puente entre Dios y los hombres. En la tercera leemos la curación del ciego Bartimeo, que grita pidiendo compasión. Jesús escucha sus voces y lo llama.

Un punto que une estas tres lecturas es este: la llamada. En las tres hay una llamada y una promesa. En las tres hay una bendición. ¿Quién llama? Es Dios quien llama. ¿A quién? A los exiliados, a los perdidos, a los buscadores de sentido, a los ciegos y a los pobres… ¿Para qué? Para ofrecer una vida renovada y llena de gozo, de salud, de alegría. Cuando Dios llama, no es tanto para pedirnos algo, sino para darnos. Cuando respondemos, nos ofrece muchísimo más de lo que hayamos podido soñar. Nos ofrece lo que necesitamos, lo que deseamos y aún más de lo que esperamos. Así sucede  con el ciego Bartimeo, que recobra la vista tras clamar ante Jesús. ¿Qué quieres que haga por ti?, le pregunta Jesús.

¿Qué quieres que haga por ti?, nos pregunta Dios a todos nosotros. Si le pedimos algo bueno, tengamos por seguro que nos lo dará, de una manera u otra. Y si lo que le pedimos no es acertado, él sabrá cómo ayudarnos. Lo que ocurre es que, a veces, nos olvidamos de pedir. Olvidamos que está ahí para ayudarnos. Olvidamos que Dios es bueno y que escucha. Muchas personas piden deseos. Los piden al destino, al universo, a algún santo o a la fortuna… La superstición y la magia siguen creciendo en el mundo. Nosotros, los cristianos, no pedimos ayuda a una quimera, ni a una fuerza difusa e impersonal. No confiamos en la suerte, ni en un ritual, ni en el azar. Confiamos en el Creador del mismo universo, que es persona, es padre y está cerca de nosotros.

Las lecturas de hoy nos hablan de un Dios misericordia, como tanto le gusta recordar a nuestro papa Francisco. Nos dicen que la vocación no es iniciativa nuestra, sino de Dios. Y la vocación tampoco es una llamada a sacrificarse sin más, sino a recibir un don grande. Quien es llamado es amado. Y porque es amado, puede amar a los demás y comprender sus flaquezas y defectos. Quien se siente infinitamente amado aprende a aceptarse en su limitación y es comprensivo con los demás. Quien se llena del amor de Dios puede convertirse en puente, en sacerdote, el que tiende una mano entre lo divino y lo humano, porque, en su vida, ambas dimensiones están unidas y forman una sola realidad. El cielo y la tierra se tocan allí donde está Jesús, el verdadero sacerdote. Pero él nos llama a muchos hombres y mujeres a ser sus colaboradores. Con la llamada siempre viene una promesa gozosa. ¿Sabremos escucharle? 

2018-10-18

El que quiera ser primero...

29º Domingo Ordinario - B

Isaías 53, 10-11
Salmo 32
Hebreos 4, 14-16
Marcos 10, 35-45

Descarga la homilía para imprimir aquí.

Muchas veces nos asombramos, leyendo la Biblia, cuando descubrimos el estilo de Dios. Él no hace las cosas como nosotros, sigue otra lógica. Pero es una dinámica que no deja de cautivarnos porque revela un corazón amoroso que nos atrae.

Los seres humanos tendemos a la grandeza. Nos gusta lo espectacular, lo bello y lo imponente. Y nos gusta destacar, se reconocidos y alabados. Diríase que el sueño de muchísimos hombres es llegar a ser héroes, ricos, poderosos o celebridades. Queremos ser recordados, dejar huella. El sueño de muchas mujeres también es ser reinas y señoras, ya sea de la familia, de la comunidad, de una empresa o de un pueblo. Ese afán por dominar y sentirse superior es algo que nos acecha siempre.

En cambio, el estilo de Dios es diferente. Dios, siendo grande, se hace pequeño. Él busca servir, y no ser servido. Es el rey que se arrodilla y nos lava los pies… El rey que no ha venido a abrumarnos con su poder, sino a dar su vida por nosotros. Jesús lo encarnó con su vida: su máxima acto de libertad fue entregar todo su poder hasta morir en la cruz, sin rebelarse contra quienes lo mataban. En la máxima impotencia, decía un teólogo, Dios muestra su mayor grandeza.

Pero Jesús, antes de morir, era un hombre popular. Las gentes lo seguían. Sus discípulos estaban entusiasmados. Quizás soñaban un reino de Dios no muy distinto a los imperios humanos. Quizás esperaban, en ese reino, convertirse en ministros, consejeros y mandatarios. Santiago y Juan, los hermanos Zebedeos, abrigaban tal vez sueños de esta índole. Por eso le piden a Jesús: queremos sentarnos, uno a tu derecha, otro a tu izquierda. Queremos ser los favoritos del rey, los hombres de confianza del gran jefe… Jesús los debió mirar con amor y tristeza a la vez. ¡No sabéis lo que decís! ¿Seréis capaces de pasar por lo que voy a pasar? ¡Sí!, responden ellos. Jesús admite que quizás sí, algún día ellos también serán capaces de entregar su vida, como realmente hicieron. Cuando su corazón se convirtió, fueron fieles seguidores de Jesús y dieron su vida. Pero ese lugar preferente… «no me toca a mí concederlo, está reservado». ¿Quiénes somos los hombres para decidir en lugar de Dios?

A continuación, Jesús pronuncia una de sus enseñanzas clave. «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.»
En el reino de Dios las cosas funcionan de otro modo. En realidad, no hay un rey y muchos vasallos: todos somos reyes, hijos del Rey de reyes, y nos servimos unos a otros, tratándonos con respeto y dignidad, con amor. El Rey de reyes es el primero en servirnos y nos da ejemplo. En este reino no se compite por ser el primero, sino por servir y ayudar. Si el mundo funcionara así… ¡cómo cambiarían las cosas!

En la segunda lectura, de la carta a los hebreos, el apóstol nos recuerda que precisamente porque tenemos un Dios tan humano, tan cercano, tan servidor, podemos contar con él siempre. Nos comprende, entiende nuestras debilidades y nuestros anhelos, empatiza con nosotros, conoce nuestras necesidades… No es un Dios temible y lejano, sino un Dios próximo, comprensivo, siempre dispuesto a ayudar y a perdonar. Con él, como decía san Pablo, todo lo podemos, porque nos conforta y nos fortalece. Con él somos capaces, como pretendían los Zebedeos, de beber el mismo cáliz de Cristo. Con él aprendemos a amar hasta entregar la vida.

2018-10-11

Cumplir o entregarse

28º Domingo Ordinario - B

Sabiduría 7, 7-11
Salmo 89
Hebreos 4, 12-13
Mateo 10, 17-30

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«La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu…» Así empieza la segunda lectura de hoy, de la carta a los hebreos. Sí, la palabra de Dios no es inocua. No deja a nadie indiferente. Nos penetra hasta el fondo y, según como la recibamos, puede vivificarnos o puede herirnos. La palabra de Dios no nos deja quedarnos acurrucados en nuestra zona de confort. Nos empuja a responder, nos inquieta, nos llama a salir y a crecer. La palabra de Dios no es cómoda y a veces preferiríamos no escucharla… O nos gustaría quedarnos con una versión más «light», más suave y rebajada.

Así ocurre con el evangelio de hoy. El episodio del joven rico es una de esas escenas que queremos interpretar para matizar su sentido. Lógicamente, Jesús no puede pedirnos en serio que lo vendamos todo y le sigamos… ¿Qué sería de nosotros, de nuestras familias, de nuestra supervivencia, si lo hiciéramos?

Claro que Dios no nos pide renunciar a nuestro trabajo y a una vida digna. Pero lo que Jesús está haciendo es distinguir claramente dos cosas.

Más que cumplir


La primera es la diferencia entre el cumplimiento y el amor. El joven rico es ejemplar: cumple todos los mandamientos. Muchos cristianos podemos decir lo mismo: cumplimos lo prescrito y no faltamos a misa ni a los preceptos. ¿Somos perfectos por ello? Jesús valora nuestros esfuerzos y nuestra buena voluntad, pero… podemos hacer algo más.

Quien ama no se limita a cumplir, sino que va más allá. Jesús no pide que cumplamos, sino que nos entreguemos. ¡Date a ti mismo! Déjate llamar por Dios y entra en la empresa de su Reino. Déjate invitar a ser apóstol de su Buena Nueva. Los cristianos no somos seguidores de una religión más, somos seguidores de Jesús, y seguir a Jesús significa continuar su labor en esta tierra, como lo hicieron los apóstoles y como lo han hecho tantos santos, famosos y desconocidos, y tantas personas buenas que nos rodean. Da tu tiempo, da tu creatividad, da tus talentos, da lo mejor de ti. Pon tu vida en manos de Dios y, a partir de ahí, confía en él y ve a donde el Espíritu te lleve.

Adorar al dinero


La segunda enseñanza que nos da Jesús es de crucial importancia, y es un tema que aparece más veces en el evangelio. Se trata de la fe en el dinero. No se puede servir a Dios y al dinero. Jesús no habla contra la riqueza en sí, pero avisa a quien confía en el dinero antes que todo. Quizás también cree en Dios, y tiene su fe y sus devociones, pero… ¡el dinero es lo primero! Y eso se refleja en las obras, más que en las palabras. Muchas personas se llenan la boca de Dios, pero tienen el corazón en su cuenta bancaria.

Como muchas de estas personas trabajan para amasar una fortuna, pequeña o grande, Jesús lanza su advertencia. ¡Qué difícil les será a los ricos entrar en el Reino! ¿Por qué? Porque en el Reino Dios es el centro, y Dios es amor y entrega generosa. Si todo en nuestra vida gira en torno al dinero, es que hemos convertido el dinero en un ídolo. No hay lugar para Dios. No nos queda espacio en el corazón.
Pedro y sus amigos se inquietan ante la rotundidad de Jesús. ¿Quién podrá salvarse, entonces? Porque todos, en el fondo, anhelamos ser ricos, o al menos tener abundancia de bienes materiales.

Jesús responde que para los hombres es imposible, pero no para Dios. ¡Otra respuesta desconcertante! Si nosotros por nuestras fuerzas no podemos salvarnos… ¿qué nos queda hacer?

Las dos riquezas


Releamos el evangelio de hoy despacio. Meditémoslo. El joven rico llega ante Jesús con cierta arrogancia, aunque vaya de bueno. Es rico por su fortuna, pero también exhibe otro género de riqueza, que es la perfección moral de la que presume. Si este joven ha sabido reunir un patrimonio y además es un perfecto cumplidor de la ley, ¿qué le falta para salvarse? En realidad, se salva a sí mismo, no necesita a nadie más, ni siquiera a Dios. Aparentemente es perfecto y autosuficiente. Ha logrado llegar a la cima: su cuerpo está a salvo con sus bienes, su alma está salvada por su buen hacer.

Pero Jesús lo derrumba con una sola frase. Algo te falta. Te falta despegarte de tu riqueza. Véndelo todo y dalo a los pobres. ¿Seguirás siendo una persona valiosa si pierdes todo lo que tienes? ¿Qué quedará de ti cuando no tengas dinero, casas, bienes? ¿Qué es lo mejor de ti?

Y sígueme, continúa Jesús. Ven a trabajar por el Reino. Deja de ganar sólo para ti mismo y ábrete a los demás. Enrólate en la aventura de los amigos de Dios: ve al mundo a transmitir su paz y su amor. Dedícate a servir, a hacer felices a otros. ¡Entonces serás feliz tú, y estarás salvado!

Esto nos dice Jesús hoy. Y se lo dice a Pedro y a sus compañeros, que lo han dejado todo para seguirlo. Ellos ya empiezan a disfrutar de esa otra riqueza, de esa otra familia grande que es la del Reino: recibiréis cien veces más casas, y hermanos, y madres e hijos y tierras… ¿Estaremos listos a escuchar su voz? ¿Cómo nos llama? ¿Qué nos está pidiendo, quizás a través de un sacerdote, de una persona amiga, de un familiar, de una comunidad a la que pertenecemos? ¿Nos incomoda lo que nos pide Jesús? ¿Hemos cerrado nuestra alma para que no nos altere la existencia? Jesús nunca nos llama a algo que nos haga daño, o que merme nuestra vida. ¡Escuchémosle! La palabra de Dios tiene la fuerza de las semillas que rompen el asfalto para brotar y hacer salir una flor.

2018-10-04

Hechos para el amor

27 Domingo Ordinario - B

Génesis 2, 18-24
Salmo 127
Hebreos 2, 9-11
Marcos 10, 2-16

La primera lectura de este domingo es muy conocida: relata la creación de la mujer como culmen de la obra de Dios. Quizás por haberla oído tantas veces no reparamos en algunos aspectos que conviene notar. Recordemos, por supuesto, que el Génesis está escrito desde la perspectiva de un varón hebreo quinientos años antes de Cristo. Teniendo en cuenta ese trasfondo cultural, siempre podemos extraer una enseñanza atemporal que atraviesa los siglos y sigue vigente hoy.

Dios acaba de crear al hombre. Lo ha puesto en mitad del paraíso, con toda clase de plantas y animales, rodeado de belleza. Y, sin embargo, el hombre está solo. Toda la naturaleza no basta para llenar su corazón. Necesita a alguien semejante a él. Semejante y a la vez diferente. Y Dios crea a la mujer. Podemos imaginar la escena: Adán se despierta de su sueño y ve a Eva, radiante y hermosa. Y exclama con alborozo: ¡Esta sí! ¡Esta es carne de mi carne y sangre de mi sangre! Se llena de alegría porque ahora ya no está solo. Tiene una compañera, una amiga. Ahora su vida está completa.

Lo importante no es tanto el detalle anecdótico de la leyenda de la costilla. Es una forma de explicar que ambos, hombre y mujer, están llamados a ser una sola carne. Es decir, que el ser humano posee un impulso innato que lo lleva a la comunión con otros. Estamos hechos para el amor.

Este es el mensaje del Génesis. Somos criaturas hechas para el amor y la unión. Y así lo recoge Jesús en el evangelio. Es ley de vida, y es también ley de Dios: el hombre y la mujer dejarán su familia de nacimiento para unirse y formar una nueva familia. Y ambos serán uno. Porque en esta unión arraiga su máxima felicidad y plenitud.

Sin embargo, la voluntad de Dios es una cosa, y la vida real sobre esta tierra es otra. Los impulsos de bondad que hay en nuestro corazón se ven manchados y obstaculizados por mil cosas. Y así es como las relaciones humanas se complican, se enturbian y se vuelven conflictivas y, a veces, por desgracia, también violentas. El amor original se convierte en un juego de poder y sumisión, en chantaje emocional y manipulaciones sutiles. Las familias, que deberían ser escuela de vida y cuna de amor, a menudo se ven contaminadas por estas trampas que empañan la felicidad y dificultan el crecimiento de las personas. Cuando la situación llega a ciertos límites, es necesaria una ley humana que regule ciertos conflictos. De ahí surgen las leyes sobre divorcios, separaciones y otros aspectos.

¿Por qué ocurre esto?  «Por vuestra dureza de corazón», dice Jesús. Por la obstinación que a veces nos ciega y nos encierra en nuestro propio egoísmo. Sólo vemos nuestros deseos, nuestro interés, nuestras aspiraciones, y dejamos de ver al otro como hermano y amigo. Se gestan las guerras a nivel familiar, social y mundial. Olvidamos que hemos sido hechos para el amor e invertimos cientos de recursos, tiempo y esfuerzo en la guerra. ¡Qué perdidos estamos!

Hemos olvidado lo esencial. Por eso Jesús dice que necesitamos volvernos como los niños. Ellos no han olvidado. Ellos, en su inocencia que los adultos nos empeñamos en manchar, todavía recuerdan qué es lo más importante. Los niños sufren cuando sus padres se separan. Pueden escuchar los motivos y racionalmente comprenderlo, pero la ruptura les deja una herida imborrable.

Los niños saben bien qué es lo que ansía nuestro corazón, qué nos hace verdaderamente felices. Es curioso cómo esta sabiduría innata que todos poseemos se va perdiendo a medida que nos hacemos adultos, más informados, con más experiencia, más curtidos y más llenos de todo tipo de conocimientos… pero quizás menos sabios. Cuando nos dejamos llevar por las mil y una razones que nos enfrentan a los demás, hemos perdido lo esencial. Jesús, como buen maestro, nos lo recuerda. Estamos hechos para el amor. Lo humano es la unión, el ayudarse, el sostenerse unos a otros. Lo más humano no es la competición sino la cooperación. Los niños lo saben… ¡No lo olvidemos!

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