Sabiduría 7, 7-11
Salmo 89
Hebreos 4, 12-13
Mateo 10, 17-30
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«La palabra de Dios es viva y
eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde
se dividen alma y espíritu…» Así empieza la segunda lectura de hoy, de la carta
a los hebreos. Sí, la palabra de Dios no es inocua. No deja a nadie
indiferente. Nos penetra hasta el fondo y, según como la recibamos, puede
vivificarnos o puede herirnos. La palabra de Dios no nos deja quedarnos acurrucados
en nuestra zona de confort. Nos empuja a responder, nos inquieta, nos llama a
salir y a crecer. La palabra de Dios no es cómoda y a veces preferiríamos no
escucharla… O nos gustaría quedarnos con una versión más «light», más suave y
rebajada.
Así ocurre con el evangelio
de hoy. El episodio del joven rico es una de esas escenas que queremos
interpretar para matizar su sentido. Lógicamente, Jesús no puede pedirnos en
serio que lo vendamos todo y le sigamos… ¿Qué sería de nosotros, de nuestras
familias, de nuestra supervivencia, si lo hiciéramos?
Claro que Dios no nos pide
renunciar a nuestro trabajo y a una vida digna. Pero lo que Jesús está haciendo
es distinguir claramente dos cosas.
Más que cumplir
La primera es la diferencia
entre el cumplimiento y el amor. El joven rico es ejemplar: cumple todos los
mandamientos. Muchos cristianos podemos decir lo mismo: cumplimos lo prescrito
y no faltamos a misa ni a los preceptos. ¿Somos perfectos por ello? Jesús
valora nuestros esfuerzos y nuestra buena voluntad, pero… podemos hacer algo
más.
Quien ama no se limita a
cumplir, sino que va más allá. Jesús no pide que cumplamos, sino que nos
entreguemos. ¡Date a ti mismo! Déjate llamar por Dios y entra en la empresa de
su Reino. Déjate invitar a ser apóstol de su Buena Nueva. Los cristianos no
somos seguidores de una religión más, somos seguidores de Jesús, y seguir a
Jesús significa continuar su labor en esta tierra, como lo hicieron los
apóstoles y como lo han hecho tantos santos, famosos y desconocidos, y tantas
personas buenas que nos rodean. Da tu tiempo, da tu creatividad, da tus
talentos, da lo mejor de ti. Pon tu vida en manos de Dios y, a partir de ahí,
confía en él y ve a donde el Espíritu te lleve.
Adorar al dinero
La segunda enseñanza que nos
da Jesús es de crucial importancia, y es un tema que aparece más veces en el
evangelio. Se trata de la fe en el dinero. No
se puede servir a Dios y al dinero. Jesús no habla contra la riqueza en sí,
pero avisa a quien confía en el dinero antes que todo. Quizás también cree en
Dios, y tiene su fe y sus devociones, pero… ¡el dinero es lo primero! Y eso se
refleja en las obras, más que en las palabras. Muchas personas se llenan la
boca de Dios, pero tienen el corazón en su cuenta bancaria.
Como muchas de estas personas
trabajan para amasar una fortuna, pequeña o grande, Jesús lanza su advertencia.
¡Qué difícil les será a los ricos entrar en el Reino! ¿Por qué? Porque en el
Reino Dios es el centro, y Dios es amor y entrega generosa. Si todo en nuestra
vida gira en torno al dinero, es que hemos convertido el dinero en un ídolo. No
hay lugar para Dios. No nos queda espacio en el corazón.
Pedro y sus amigos se
inquietan ante la rotundidad de Jesús. ¿Quién podrá salvarse, entonces? Porque
todos, en el fondo, anhelamos ser ricos, o al menos tener abundancia de bienes
materiales.
Jesús responde que para los
hombres es imposible, pero no para Dios. ¡Otra respuesta desconcertante! Si
nosotros por nuestras fuerzas no podemos salvarnos… ¿qué nos queda hacer?
Las dos riquezas
Releamos el evangelio de hoy
despacio. Meditémoslo. El joven rico llega ante Jesús con cierta arrogancia,
aunque vaya de bueno. Es rico por su fortuna, pero también exhibe otro género
de riqueza, que es la perfección moral de la que presume. Si este joven ha
sabido reunir un patrimonio y además es un perfecto cumplidor de la ley, ¿qué
le falta para salvarse? En realidad, se salva a sí mismo, no necesita a nadie
más, ni siquiera a Dios. Aparentemente es perfecto y autosuficiente. Ha logrado
llegar a la cima: su cuerpo está a salvo con sus bienes, su alma está salvada
por su buen hacer.
Pero Jesús lo derrumba con
una sola frase. Algo te falta. Te
falta despegarte de tu riqueza. Véndelo
todo y dalo a los pobres. ¿Seguirás siendo una persona valiosa si pierdes
todo lo que tienes? ¿Qué quedará de ti cuando no tengas dinero, casas, bienes?
¿Qué es lo mejor de ti?
Y sígueme,
continúa Jesús. Ven a trabajar por el Reino. Deja de ganar sólo para ti mismo y
ábrete a los demás. Enrólate en la aventura de los amigos de Dios: ve al mundo
a transmitir su paz y su amor. Dedícate a servir, a hacer felices a otros. ¡Entonces
serás feliz tú, y estarás salvado!
Esto nos dice Jesús hoy. Y se
lo dice a Pedro y a sus compañeros, que lo han dejado todo para seguirlo. Ellos
ya empiezan a disfrutar de esa otra riqueza, de esa otra familia grande que es
la del Reino: recibiréis cien veces más
casas, y hermanos, y madres e hijos y tierras… ¿Estaremos listos a escuchar
su voz? ¿Cómo nos llama? ¿Qué nos está pidiendo, quizás a través de un
sacerdote, de una persona amiga, de un familiar, de una comunidad a la que
pertenecemos? ¿Nos incomoda lo que nos pide Jesús? ¿Hemos cerrado nuestra alma
para que no nos altere la existencia? Jesús nunca nos llama a algo que nos haga
daño, o que merme nuestra vida. ¡Escuchémosle! La palabra de Dios tiene la
fuerza de las semillas que rompen el asfalto para brotar y hacer salir una flor.
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