Isaías 53, 10-11
Salmo 32
Hebreos 4, 14-16
Marcos 10, 35-45
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Muchas veces nos asombramos, leyendo la Biblia, cuando
descubrimos el estilo de Dios. Él no hace las cosas como nosotros, sigue otra
lógica. Pero es una dinámica que no deja de cautivarnos porque revela un
corazón amoroso que nos atrae.
Los seres humanos tendemos a la grandeza. Nos gusta lo
espectacular, lo bello y lo imponente. Y nos gusta destacar, se reconocidos y
alabados. Diríase que el sueño de muchísimos hombres es llegar a ser héroes, ricos,
poderosos o celebridades. Queremos ser recordados, dejar huella. El sueño de
muchas mujeres también es ser reinas y señoras, ya sea de la familia, de la comunidad,
de una empresa o de un pueblo. Ese afán por dominar y sentirse superior es algo
que nos acecha siempre.
En cambio, el estilo de Dios es diferente. Dios, siendo
grande, se hace pequeño. Él busca servir, y no ser servido. Es el rey que se
arrodilla y nos lava los pies… El rey que no ha venido a abrumarnos con su
poder, sino a dar su vida por nosotros. Jesús lo encarnó con su vida: su máxima
acto de libertad fue entregar todo su poder hasta morir en la cruz, sin
rebelarse contra quienes lo mataban. En la máxima impotencia, decía un teólogo,
Dios muestra su mayor grandeza.
Pero Jesús, antes de morir, era un hombre popular. Las gentes
lo seguían. Sus discípulos estaban entusiasmados. Quizás soñaban un reino de
Dios no muy distinto a los imperios humanos. Quizás esperaban, en ese reino,
convertirse en ministros, consejeros y mandatarios. Santiago y Juan, los
hermanos Zebedeos, abrigaban tal vez sueños de esta índole. Por eso le piden a
Jesús: queremos sentarnos, uno a tu derecha, otro a tu izquierda. Queremos ser
los favoritos del rey, los hombres de confianza del gran jefe… Jesús los debió
mirar con amor y tristeza a la vez. ¡No sabéis lo que decís! ¿Seréis capaces de
pasar por lo que voy a pasar? ¡Sí!, responden ellos. Jesús admite que quizás
sí, algún día ellos también serán capaces de entregar su vida, como realmente
hicieron. Cuando su corazón se convirtió, fueron fieles seguidores de Jesús y
dieron su vida. Pero ese lugar preferente… «no me toca a mí concederlo, está
reservado». ¿Quiénes somos los hombres para decidir en lugar de Dios?
A continuación, Jesús pronuncia una de sus enseñanzas clave.
«Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y
que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande,
sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque
el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su
vida en rescate por todos.»
En el reino de Dios las cosas funcionan de otro modo. En realidad,
no hay un rey y muchos vasallos: todos somos reyes, hijos del Rey de reyes, y
nos servimos unos a otros, tratándonos con respeto y dignidad, con amor. El Rey
de reyes es el primero en servirnos y nos da ejemplo. En este reino no se compite
por ser el primero, sino por servir y ayudar. Si el mundo funcionara así… ¡cómo
cambiarían las cosas!
En la segunda lectura, de la carta a los hebreos, el apóstol
nos recuerda que precisamente porque tenemos un Dios tan humano, tan cercano,
tan servidor, podemos contar con él siempre. Nos comprende, entiende nuestras
debilidades y nuestros anhelos, empatiza con nosotros, conoce nuestras
necesidades… No es un Dios temible y lejano, sino un Dios próximo, comprensivo,
siempre dispuesto a ayudar y a perdonar. Con él, como decía san Pablo, todo lo
podemos, porque nos conforta y nos fortalece. Con él somos capaces, como
pretendían los Zebedeos, de beber el mismo cáliz de Cristo. Con él aprendemos a
amar hasta entregar la vida.
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