2018-10-04

Hechos para el amor

27 Domingo Ordinario - B

Génesis 2, 18-24
Salmo 127
Hebreos 2, 9-11
Marcos 10, 2-16

La primera lectura de este domingo es muy conocida: relata la creación de la mujer como culmen de la obra de Dios. Quizás por haberla oído tantas veces no reparamos en algunos aspectos que conviene notar. Recordemos, por supuesto, que el Génesis está escrito desde la perspectiva de un varón hebreo quinientos años antes de Cristo. Teniendo en cuenta ese trasfondo cultural, siempre podemos extraer una enseñanza atemporal que atraviesa los siglos y sigue vigente hoy.

Dios acaba de crear al hombre. Lo ha puesto en mitad del paraíso, con toda clase de plantas y animales, rodeado de belleza. Y, sin embargo, el hombre está solo. Toda la naturaleza no basta para llenar su corazón. Necesita a alguien semejante a él. Semejante y a la vez diferente. Y Dios crea a la mujer. Podemos imaginar la escena: Adán se despierta de su sueño y ve a Eva, radiante y hermosa. Y exclama con alborozo: ¡Esta sí! ¡Esta es carne de mi carne y sangre de mi sangre! Se llena de alegría porque ahora ya no está solo. Tiene una compañera, una amiga. Ahora su vida está completa.

Lo importante no es tanto el detalle anecdótico de la leyenda de la costilla. Es una forma de explicar que ambos, hombre y mujer, están llamados a ser una sola carne. Es decir, que el ser humano posee un impulso innato que lo lleva a la comunión con otros. Estamos hechos para el amor.

Este es el mensaje del Génesis. Somos criaturas hechas para el amor y la unión. Y así lo recoge Jesús en el evangelio. Es ley de vida, y es también ley de Dios: el hombre y la mujer dejarán su familia de nacimiento para unirse y formar una nueva familia. Y ambos serán uno. Porque en esta unión arraiga su máxima felicidad y plenitud.

Sin embargo, la voluntad de Dios es una cosa, y la vida real sobre esta tierra es otra. Los impulsos de bondad que hay en nuestro corazón se ven manchados y obstaculizados por mil cosas. Y así es como las relaciones humanas se complican, se enturbian y se vuelven conflictivas y, a veces, por desgracia, también violentas. El amor original se convierte en un juego de poder y sumisión, en chantaje emocional y manipulaciones sutiles. Las familias, que deberían ser escuela de vida y cuna de amor, a menudo se ven contaminadas por estas trampas que empañan la felicidad y dificultan el crecimiento de las personas. Cuando la situación llega a ciertos límites, es necesaria una ley humana que regule ciertos conflictos. De ahí surgen las leyes sobre divorcios, separaciones y otros aspectos.

¿Por qué ocurre esto?  «Por vuestra dureza de corazón», dice Jesús. Por la obstinación que a veces nos ciega y nos encierra en nuestro propio egoísmo. Sólo vemos nuestros deseos, nuestro interés, nuestras aspiraciones, y dejamos de ver al otro como hermano y amigo. Se gestan las guerras a nivel familiar, social y mundial. Olvidamos que hemos sido hechos para el amor e invertimos cientos de recursos, tiempo y esfuerzo en la guerra. ¡Qué perdidos estamos!

Hemos olvidado lo esencial. Por eso Jesús dice que necesitamos volvernos como los niños. Ellos no han olvidado. Ellos, en su inocencia que los adultos nos empeñamos en manchar, todavía recuerdan qué es lo más importante. Los niños sufren cuando sus padres se separan. Pueden escuchar los motivos y racionalmente comprenderlo, pero la ruptura les deja una herida imborrable.

Los niños saben bien qué es lo que ansía nuestro corazón, qué nos hace verdaderamente felices. Es curioso cómo esta sabiduría innata que todos poseemos se va perdiendo a medida que nos hacemos adultos, más informados, con más experiencia, más curtidos y más llenos de todo tipo de conocimientos… pero quizás menos sabios. Cuando nos dejamos llevar por las mil y una razones que nos enfrentan a los demás, hemos perdido lo esencial. Jesús, como buen maestro, nos lo recuerda. Estamos hechos para el amor. Lo humano es la unión, el ayudarse, el sostenerse unos a otros. Lo más humano no es la competición sino la cooperación. Los niños lo saben… ¡No lo olvidemos!

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