Daniel 7, 13-14
Apocalipsis 1, 5-8
Salmo 92
Juan 18, 33-37
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«Aquel que nos ama y nos ha lavado con su sangre nos ha
convertido en un reino de sacerdotes para su Dios y Padre». Son palabras del
Apocalipsis que leemos hoy en la segunda lectura. Palabras que quizás nos
suenen muy simbólicas, o quizás lejanas, o incomprensibles. ¿Entendemos de
verdad la enorme verdad que encierran?
Estamos finalizando el año litúrgico, y las lecturas nos
hablan de un final y a la vez de un principio. Nuestro mundo terminará, como
nuestra vida terrena. Pero la realidad no acaba aquí, como tampoco nuestra vida
termina en la tumba. Hay una realidad más amplia, más honda e infinita que todo
lo sostiene con su aliento amoroso. Es Dios, que está fuera del tiempo y del
espacio y que nos ha destinado, un día, a compartir su eternidad y su luz.
Somos de Dios y estamos llamados a ser parte de él. Venimos
del amor y al amor vamos. Este es, en el fondo, el mensaje de Jesús y esta es
la misión de todo cristiano convencido: anunciar al mundo una vida plena que se
está gestando ahora mismo, un reino que ya ha sido plantado como semilla y está
creciendo, con dificultades y contra viento y marea, pero sin cesar.
¿Qué significa ser reino? Que somos reyes desde el momento
en que Jesús nos abre las puertas del cielo. Todos estamos llamados a esta
realeza que es la de ser hijos de Dios. No tiene nada que ver con la realeza y
el poder del mundo. Cuando Jesús dice a Pilato que su reino no es de este mundo
le está diciendo que su poder no se basa en la dominación. No usa de la
violencia ni de la manipulación. El reino de Dios jamás se sostiene sobre las
armas y la propaganda, y si alguna vez la Iglesia o algunas religiones así lo
han pretendido, es porque se han alejado del camino de Jesús. Dios no se impone
a nadie ni quita la libertad a nadie.
El poder de Dios es el poder de amar. Y, aunque parezca muy
vulnerable, es el único que perdura. Ante Pilato, Jesús es acusado y después
torturado, azotado, humillado. ¿Puede haber una imagen más impotente de Dios?
¿Cómo podemos hablar de Cristo Rey cuando tenemos ante los ojos a un hombre
reducido, atado, maltratado y condenado a muerte?
Ese es el misterio. Dios se deja matar por amor. Jesús
obedece hasta el fin… Pero la última palabra no la tienen los poderes de este
mundo. Tampoco la muerte. La resurrección de Jesús inaugura este reino que se
va gestando poco a poco. El final será glorioso, y todos estamos invitados.
¿Qué significa ser sacerdote? No me refiero al orden
sacerdotal, sino a este sacerdocio que todos los cristianos compartimos, por el
solo hecho de ser bautizados. Somos un reino de sacerdotes, dice san Juan en el
Apocalipsis. Y se hace eco de otras palabras muy queridas de la Torá, en las
que el pueblo de Israel es descrito como nación consagrada a Dios.
Ser sacerdote, en este sentido, es justamente esto:
consagrar nuestra vida entera, entregarla a Dios. Ser sacerdote es pertenecer a
Dios y volcar todos nuestros esfuerzos en su reino. Ser sacerdote es seguir a
Jesús y continuar su labor: tender puentes entre el cielo y la tierra, para
invitar a las gentes a formar parte del reino de Dios.
Ante Pilato, Jesús dice que para esto ha venido: para ser
testigo de la verdad. La verdad, para los cristianos, no es una teoría ni una
doctrina. La verdad es una persona. O mejor dicho, una comunidad de personas:
Dios. La verdad es el Padre creador, que todo lo hace existir. La verdad es
Jesús, rostro humano de Dios. La verdad es el Espíritu de amor que todo lo
anima y todo lo une. La verdad es la corona que nos hace reyes y el alimento
que sostiene nuestra vida. Somos reyes y reinas, hijos del Rey de reyes, y
estamos llamados a seguir su camino. Un camino que pasa por la cruz, pero que
termina en la gloria.
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