Lecturas:
Isaías 60, 1-6
Salmo 71
Efesios 3, 2-6
Mateo 2, 1-12
Homilía/reflexión
En medio de estas fiestas, tan ajetreadas entre comidas,
viajes, regalos y visitas, podemos olvidar fácilmente el auténtico sentido del
día de hoy, Epifanía del Señor. Popularmente, decimos que es la Fiesta de los
Reyes y estamos pensando más en cabalgatas, roscos y regalos que en otra cosa.
Nos enternece la ilusión de los niños e incluso los adultos disfrutamos
comprando y envolviendo regalos para nuestros seres queridos. Dar y recibir es
algo que proporciona mucha alegría, es verdad. Hasta para quienes no creen en
el sentido religioso de esta fiesta, hay algo de entrañable en ella.
Pero las luces de las calles y las cabalgatas no deberían
eclipsar la verdadera estrella que luce hoy para todos. Al menos los cristianos
no deberíamos perderla de vista, como los magos.
La fiesta de hoy es el gran regalo que Dios ofrece a la
humanidad. La estrella que hoy luce no es la de los árboles de Navidad, sino la
carita de un niño envuelto en pañales. La cabalgata no es de carrozas entre
lluvias de caramelo, sino un largo viaje que cada uno emprende, y que dura toda
la vida.
Hoy celebramos que Dios se nos regala, hecho niño, hecho
humano, de la misma pasta que nosotros, para que todos, un día, lleguemos a
florecer y a tocar el cielo. Jesús nos enseña lo más grande y hermoso que puede
llegar a ser la humanidad. Y no lo hace envuelto en espectáculo ni en riqueza,
no lo hace con gran poder ni con pompa. Lo hace con la sencillez de un hogar
cotidiano, modesto, incluso pobre económicamente, aunque rico en alegría.
Si leemos despacio las lecturas de hoy, veremos que la
primera, de Isaías, y el salmo, nos regalan con imágenes radiantes: una
Jerusalén gloriosa, a donde peregrinan caravanas de reyes, príncipes y gentes
de todo el mundo; una ciudad hermosa y triunfante. En cambio, en el evangelio,
nos encontramos con la sorprendente historia de los magos, que se ponen en
camino desde oriente persiguiendo una estrella. Llegan a Jerusalén, buscando al
recién nacido rey, y no lo encuentran en el magnífico palacio de Herodes, sino
en una humilde casita en Belén. Quizás esperaban adorar a un mesías grandioso,
envuelto en gloria… ¡y se encuentran con un bebé!
El contraste entre las profecías y la realidad que se
encuentran los magos es rotundo. José Luis Martín Descalzo lo describe con
palabras preciosas en su libro sobre Jesús:
«El esperado… ¿podía ser aquello? Los reyes no son así, los reyes no nacen así. ¿Y Dios? Habían imaginado al dios tonante, al dios dorado de las grandes estatuas. Mal podían entenderlo camuflado de inocencia, de pequeñez y pobreza… Pero fue entonces cuando sus corazones se reblandecieron […] No era Dios quien se equivocaba, sino ellos imaginándose a un Dios solemnísimo y pomposo. Si Dios existía, tenía que ser aquello, aquel pequeño amor, tan débil como ellos en el fondo de sus almas. Sí, Dios no podía ser otra cosa que amor y el amor no podía llevar a otra cosa que a aquella caliente y hermosa humillación de ser uno de nosotros. El humilde es el verdadero. Un Dios orgulloso tenía que ser forzosamente un Dios falso. Se arrodillaron y en aquel mismo momento se dieron cuenta de dos cosas: de que eran felices, y de que hasta entonces no lo habían sido nunca. Ahora ellos reían, y reía la madre, y el padre, y el bebé».
El regalo de Dios no viene envuelto en lujo ni en brillantes
colores. Viene disfrazado de pequeñez, tierna y vulnerable como un recién
nacido. Pero a quienes saben descubrir este regalo, les cambia la vida. Por eso
le ofrecen sus tesoros, lo mejor que tienen, y regresan a su hogar «por otro
camino». Ya no volverán a ser los mismos.
¿Nos atreveremos, hoy, a ponernos en camino? ¿Nos
atreveremos a seguir la estrella del Niño Dios? ¿Nos atreveremos a recibir su
regalo, y a dejar que nos cambie? Y… ¿le ofreceremos ya no sólo lo mejor que
tenemos, sino lo mejor que somos?
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