2019-03-28

En Cristo todos somos nuevos


4º Domingo de Cuaresma - ciclo C

Lecturas:
Josué 5, 9-12
Salmo 33
2 Corintios 5, 17-21
Lucas 1, 1-32

Homilía


Este domingo de Cuaresma leemos una lectura preciosa que nos muestra, mejor que ningún relato, cómo es Dios. Es la parábola del hijo pródigo, del evangelio de Lucas. Hay tanta riqueza y hondura en ella que podríamos pasar toda la vida meditándola, y siempre encontraríamos algo nuevo que aprender.

La primera lectura, del libro de Josué, nos habla del Dios generoso que alimenta a su pueblo. Dios ha creado una naturaleza fértil de donde sacar nuestro sustento. Como una madre cariñosa, Dios nos cuida y nos alimenta.

El evangelio nos habla de un Dios generoso que nos da todo lo que le pedimos, aunque luego derrochemos y hagamos mal uso de sus dones. Así lo vemos, por desgracia, cada día. Tenemos a nuestra disposición un planeta que explotamos y maltratamos, en vez de custodiarlo y hacer de él un jardín habitable para todos. Dios nos ha hecho un regalo increíblemente grande y arriesgado: la libertad. Y asume las consecuencias, aunque le duela. Nos ha hecho libres incluso para rechazarlo a él y alejarnos de su presencia, como el hijo pródigo.

Pero este mismo padre acoge al hijo que regresa, derrotado y pobre, con los brazos abiertos. Como un padre tierno, que siempre perdona y olvida, Dios nos recibe con un amor incondicional, sin reprocharnos nada.

Pocas personas se atreverían a amar como el padre de la parábola. Muchos padres y madres aman a sus hijos y les dan de todo. Pero no todos lo hacen de manera tan desprendida. No todos les otorgan la libertad sin reclamar nada a cambio. Pocos aceptan que se alejen, sin resentimientos ni reproches. Pocos acogen a los arrepentidos sin echarles nada en cara. El amor de este padre es mucho más loco que el egoísmo de su hijo. ¿Podemos entenderlo?

Tenemos una idea bastante equivocada de Dios. La mayoría de personas somos como el hermano mayor. Llevamos cuentas de los favores. Nos sacrificamos esperando recompensas. Mercadeamos con la bondad. Juzgamos a los que no actúan como nosotros. Nos atrevemos a despreciar y a condenar a los que son diferentes. Por eso, quizás, pensamos que Dios también debería ser así: juez, supervisor que nos vigila, contable de nuestras acciones, que castiga a los malos y premia a los buenos.

Afortunadamente, Dios no es como nosotros. No premia ni castiga, ama a todos, independientemente de cómo actúen. Tampoco se enfada si obramos mal y causamos daño, a los demás y a nosotros mismos. Eso sí, le duele. Para muchos, un padre como el de la parábola está lejos de ser sensato y es injusto. San Pablo lo dice bien claro: «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación».

A menudo pensamos que Dios está enfadado con la humanidad. ¡Es al revés! Somos nosotros los que nos enfadamos a menudo con Dios, porque las cosas no van como quisiéramos y le echamos las culpas del mal. En vez de percatarnos que somos nosotros quienes provocamos nuestras propias desgracias, las achacamos a Dios. Todo lo que ocurre en el mundo es fruto de nuestra libertad. Y pocos están dispuestos a asumir esa responsabilidad tan grande. Queremos la libertad para hacer lo que nos place, pero nos quejamos de ella cuando nuestros errores traen consecuencias indeseadas. Sí, también somos como el hijo pródigo, muchas veces.

Pero el hijo pródigo cae en la miseria más honda. Y, en vez de enfadarse con el padre, recapacita. Se hace consciente, por primera vez, de quién es su padre y de cómo se ha comportado él. Por eso regresa. Tiene la lucidez de no enfadarse con el padre y reconocer su error. Vuelve con humildad, sin imaginar la reacción de su progenitor.

Dios sólo busca la reconciliación, el encuentro. Por eso san Pablo ruega a los cristianos: «Reconciliaos con Dios». Volved a los brazos del padre. ¡Él espera! Y está dispuesto a asumir nuestras culpas, sin ponernos una multa ni recordarnos nuestros pecados. Dios quiere abrazarnos, vestirnos de fiesta y acogernos en su casa. No nos quiere como criados o esclavos sumisos, como pretendía el hijo perdido. Nada de eso. Quiere hacer de nosotros criaturas nuevas, como dice Pablo: «Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo».

Necesitamos reconciliarnos con Dios. No es él quien se enfada, no es él quien se aleja y nos da la espalda, sino nosotros. Él aguarda. Cuando volvemos a él, nos restaura. Cristo es el puente que nos lleva a él. En cada eucaristía, podemos celebrar la fiesta del reencuentro. Cada vez que tomamos a Cristo, somos renovados por dentro y podemos empezar de nuevo. 

2019-03-21

Convertirse es vivir

3r Domingo de Cuaresma - C

Lecturas:

Éxodo 3, 1-15
Salmo 102
1 Corintios 10, 1-12
Lucas 13, 1-9

Homilía

Las lecturas de este tercer domingo nos pueden sorprender un poco, especialmente el evangelio y la carta de Pablo, por su rotundidad. Nos vienen a decir, tanto Jesús como el apóstol, que si no nos convertimos, pereceremos. Pablo recuerda al pueblo de Israel por el desierto. Dios los acompañaba, Moisés, los guiaba, no les faltó agua ni alimento, pero las gentes protestaron y desafiaron al cielo. La mayoría perecieron en aquel largo trayecto. En el evangelio, Jesús comenta varias catástrofes que han sucedido. Una torre derrumbada, una sangrienta represión militar, cientos de muertos… ¿Eran culpables todos ellos? No, dice Jesús, no más que cualquiera de vosotros. Pero «si no os convertís, pereceréis de mala manera». ¿Suena amenazador? ¿Por qué estas palabras tan duras?

Hay que leer toda la lectura en su contexto para comprender el significado. Hoy también comentamos las desgracias que aquejan al mundo. Los medios de comunicación nos las hacen más cercanas que nunca: guerras, atentados terroristas, asesinatos, o desastres naturales como terremotos y huracanes. Es inevitable que haya muchos que saquen conclusiones o moralejas. Antiguamente se hacía mucho. ¿Venía una peste, un seísmo o una inundación? Algo hemos hecho mal: es un castigo del cielo. Hoy también hay quienes piensan que todas estas calamidades son señales del enfado divino. Como pecamos, dicen, Dios nos castiga. Incluso desde fuera de la mentalidad religiosa, en el pensamiento ecologista, existe cierta tendencia a pensar que la tierra responde airada ante las agresiones y la explotación del ser humano y, en cierto modo, se toma su venganza.  

Pero Jesús nos quita esas ideas de la cabeza. Dios no es un cruel justiciero, ni un castigador injusto. Las catástrofes ocurren. Las provocadas por el hombre son culpa de quienes las propician, aunque las víctimas rara vez son culpables, al contrario. El autor de estas tragedias es el hombre, siempre. Las causadas por la naturaleza no tienen ningún tinte moral: el cosmos es así. Si hay víctimas es, quizás, debido a la ignorancia y a la negligencia humana, que podría prevenirlas mejor con los recursos que hay.

Jesús aprovecha esta ocasión para abordar el miedo que toda persona tiene: el miedo a morir, a perecer de mala manera, a sucumbir violentamente. Es el miedo innato de todo ser humano a ser exterminado, aniquilado y disuelto en la nada.

Y Jesús nos habla de otra muerte, más sutil, pero no menos cierta. Es la muerte en vida de quien ha dejado de creer, de vibrar con la vida, de ansiar el bien. La muerte en vida de quien se niega a cambiar, a abrir el corazón, a convertirse. La muerte en vida de quien se encierra en su ego y no quiere amar ni dejarse amar, o limita su mezquino amor a unos pocos, mientras que el resto del mundo no le importa. Es la muerte en vida del egoísmo, del orgullo, de la obstinación y la cerrazón mental. La muerte del que rechaza a Dios.

Jesús termina con la parábola de una viña que no produce nada. El amo quiere arrancarla, pero el viñador intercede por ese campo estéril. «Déjala este año; yo la cavaré y abonaré, a ver si da fruto…» ¿Quién es este viñador misericordioso?

La viña en el lenguaje de Jesús es el mundo. Somos nosotros, la humanidad. Dios nos plantó y hemos dado bien poco fruto, o nada. El viñador es Jesús. Él se ha hecho humano, comparte nuestro destino y quiere rescatarnos de la quema. Él se ofrece a cuidar la viña. Y lo hizo: la cavó con sus palabras, la regó con su sangre… ¡Esperando que diera fruto! Dios, como vemos, no ha arrancado su viña. Y a lo largo de los siglos, el viñador sigue cavando y abonando, él y todos sus seguidores, que continúan su misión. La viña quizás no da todo el fruto que el amo quisiera, pero va dando sus uvas… y sigue creciendo, pese a todo.

Nosotros somos, a la vez, viña y viñador. Somos planta llamada a dar fruto y ayudantes del viñador, para que otros puedan también abrirse y dar sus frutos. Si damos fruto y ayudamos a que otros lo den, estaremos viviendo una vida auténtica y plena, con sentido, una vida que ni siquiera la muerte podrá derrotar. Moriremos físicamente, sí, pero nuestro ser continuará y nacerá a otra vida que nos espera al otro lado, junto a nuestro Creador. Y, mientras tanto, habremos vivido despiertos, desprendiendo vida y despertando vida a nuestro alrededor. ¡Así claro que vale la pena vivir!  

2019-03-15

Ciudadanos del cielo

2º Domingo de Cuaresma - C

Lecturas:

Génesis 15, 5-12. 17-18.
Salmo 26
Filipenses 3, 17 - 4, 1
Lucas 9, 28-36

Homilía

En este segundo domingo de Cuaresma me gustaría centrarme en la segunda lectura de san Pablo, porque enlaza y profundiza en las consecuencias del evangelio. En el evangelio leemos la transfiguración de Jesús, en el monte Tabor. Ante sus discípulos se muestra, no ya como un simple hombre, mortal, sino como hijo de Dios. En esos momentos lo ven más allá del tiempo y de la historia, hablando con Moisés y Elías, resplandeciente de luz.

Jesús ha dado a conocer a sus amigos un pequeño atisbo del cielo, para que tengan esperanza y su fe se fortalezca. También lo hace pensando en su propia muerte y en las duras pruebas que todos ellos tendrán que vivir. No es lo mismo sufrir y luchar pensando que todo acaba en un vacío que esperar que, tras la muerte, se nos abre otra vida hermosa e inimaginable, llena de posibilidades.

San Pablo parte de esta idea para animar a sus comunidades a vivir con integridad y coherencia su fe. Los cristianos no podemos vivir como si la vida “fueran dos días”, a disfrutar y nada más, porque todo se acaba. Vale la pena ser honrados y cultivar la bondad y las virtudes, como auténticos ciudadanos del cielo, pues ya lo somos. Pablo nos invita ni más ni menos que a vivir en la tierra como si ya estuviéramos en el cielo, y esto significa poner amor y entrega sin límites a todo lo que hacemos, perdonar, aceptar, abrazar la realidad y a las otras personas, tal como son.

Ciudadanos del cielo. Esto quiere decir que entre el cielo y la tierra no hay un muro infranqueable. Estamos en camino, pero ya tenemos un pie allá. Cristo nos abrió las puertas, el Padre nos está invitando. ¿A qué? A una vida plena, digna, que crece y se expande. Ahora todavía somos una pequeña semilla que va brotando, pero en el cielo nos convertiremos en una planta que se abre y da hojas, flores y fruto. Seremos nosotros mismos… y seremos mucho más que lo que somos ahora.

¿Cómo será esto? Los interrogantes recorren la historia de la humanidad. Siempre nos ha inquietado saber qué pasa después de la muerte, y cómo será la resurrección, si es que se produce. ¿Cómo? No lo sabemos. Es un misterio que ahora no está a nuestro alcance comprender. Pero Pablo lo explica con sencillez: Dios «transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo». Para Dios, Creador del universo, no es difícil resucitar un cuerpo y transformar una vida.


Las consecuencias de esto son grandes. Si ahora somos semilla, de la calidad de la semilla y de su crecimiento dependerá la calidad de la planta que salga después. Por eso lo que hacemos aquí tiene una relevancia para lo que seremos en el más allá. Dios siempre está dispuesto a perdonar nuestros fallos y errores. Pero nosotros ¿estamos dispuestos a dar lo máximo y lo mejor de nosotros? Dios cuenta con nuestra libertad para mejorar su creación. ¿Queremos colaborar con él? San Pablo concluye: «Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos». Fijaos con qué cariño e insistencia lo pide. Como una madre suplicando a sus hijos que hagan lo correcto, porque así vivirán una vida plena y feliz. Escuchemos estas palabras y procuremos vivir así: «en el Señor», siempre. Arropados por su amor, envueltos en su presencia.

2019-03-09

Sólo a tu Dios adorarás

1r Domingo de Cuaresma - C

Lecturas:

Deuteronomio 26, 4-10
Salmo 90
Romanos 10, 8-13
Lucas 4, 1-13

Homilía

En este primer domingo de Cuaresma leemos la escena de las tentaciones de Cristo en el desierto. Estas tentaciones son también las que nos asaltan a todos los seres humanos. Con este episodio el evangelio nos explica cómo Jesús las vence, y cómo podemos vencerlas nosotros. Veámoslas una por una.

La primera tentación es la del pan. El alimento y los bienes materiales que necesitamos para nuestra supervivencia, ¿pueden ser algo malo? No si los empleamos para vivir. No si los compartimos y procuramos que no falten a nadie. Pero la tentación es endiosar estos bienes y centrar toda nuestra vida en el sustento material. El mundo parece que funciona así: todo gira en torno al dinero, el bienestar y las posesiones. Si puedes comprar, eres feliz. Si comes, eres feliz. La meta de la vida: ser un consumidor feliz. Los eslóganes políticos sólo se preocupan de este bienestar material, y parece que hasta los cristianos hemos abrazado la religión del pan y del dinero. Pero, ¿es el pan y son las cosas lo que nos hace felices? Lo que realmente llena nuestra vida nunca son los bienes materiales. Nuestra alma, hambrienta de infinito, aspira a algo más. Acumular bienes siempre nos dejará insatisfechos, nunca tendremos bastante. Lo que nos da gozo y plenitud no cuesta dinero…

Esta tentación tiene otra lectura. Pensamos que la Iglesia tiene que dar de comer a los pobres, y es cierto que debe hacerlo, pero esa no es su primera ni su única misión. En realidad, la justicia social y el sustento para todos debe ser una consecuencia del buen gobierno y de una ciudadanía organizada y solidaria. Cuando la Iglesia ayuda a la gente, no puede verlos sólo como cuerpos hambrientos y necesitados, sino como personas completas que necesitan algo más que comida. Debe atender también sus otras necesidades: de afecto, de dignidad, de realización personal. Cuando la Iglesia ayuda, no debe olvidar que los pobres también tienen alma y necesitan algo más que pan.

La segunda tentación es la del poder. Muchos quizás pensamos que, si tuviéramos poder y autoridad, lo utilizaríamos para hacer justicia y arreglaríamos los problemas del mundo. No más guerras, no más pobreza, no más conflictos… Esto es algo que ya están intentando algunos organismos y élites internacionales: crear un único gobierno mundial, que bajo disfraz humanitario controle a todas las personas y las vaya plegando a su ideología. Es un totalitarismo suave que se va imponiendo a través de las redes sociales, los medios de comunicación, las políticas de los gobiernos y hasta la literatura y el arte. Pero la finalidad, en el fondo, es privarnos de lucidez y libertad para convertirnos en una gran masa manipulable y sometida. Este es el sueño de tantas dictaduras que pretenden instaurar el paraíso en la tierra. Olvidan que un paraíso sin libertad se acaba convirtiendo en un infierno.

Jesús rechaza este poder. Ni siquiera para hacer el bien es aceptable dominar y someter a los demás. En el fondo, esta tentación es convertir a los dirigentes en dioses, dueños del destino de todos. Es una adoración del poder por sí mismo. Es arrodillarse ante una idea, una doctrina o un sistema. Y Jesús recuerda, con fuerza: ¡Sólo Dios merece adoración! Un Dios que concede toda la libertad a sus criaturas y que no las obliga ni siquiera a amarlo.

La última tentación es muy sutil, porque toca de lleno el ámbito espiritual. Decía san Juan de la Cruz que uno de los disfraces favoritos del diablo es aparecer como un ángel de luz. El diablo sabe de teología, tiene psicología humana y además puede presentarse con una extrema amabilidad y atractivo. Esta tercera tentación es el espiritualismo, es decir, dar toda la importancia al mundo espiritual y despreciar el mundo material, la creación, el cuerpo. Esto nos lleva a jugar con lo sobrenatural, con los carismas milagrosos y otros tipos de poder. Muchas personas se pueden sentir arrastradas por estas corrientes, buscando algo para escapar de la dureza y las amarguras de la vida. Pero el espiritualismo puede hacer mucho daño. Primero, porque nos cierra la mente, nos aleja de la realidad y de las necesidades humanas. Nos puede hacer estrellarnos “desde lo alto del templo”. Y segundo porque las personas dotadas de ciertos carismas tienen el riesgo de caer en la soberbia espiritual y manipular a los demás a su antojo.

Jesús también rechaza el poder espiritual. No va a convencer a nadie con sus milagros; si los hace será por compasión y por aliviar el dolor humano. Dios no quiere imponerse a nadie con prodigios. Si lo hiciera, nadie podría rechazarlo y ¿dónde estaría nuestra libertad?

Por otra parte, es así como Dios nos ha hecho existir: corporales, físicos, en un universo hecho de materia y energía. Si Dios se encarna en la materia, ¿puede ser mala? Si Dios se hace carnal, ¿puede ser malo el cuerpo?  Más aún, si Dios se hace pan, harina de espiga… ¿pueden ser malas las cosas del mundo? Pero el hecho de ser carnales, sujetos a necesidades y a límites, nos hace humildes. Nos cansamos, tenemos hambre, envejecemos, y nos morimos… Esto nos recuerda que no somos dioses.

Y Jesús vuelve a alejar al demonio: No tentarás al señor tu Dios. No somos nadie para enseñar a Dios lo que tiene que hacer y cómo tiene que hacerlo. No podemos manipular a Dios, ni con oraciones ni con rituales. Él sabe más y ve más allá que nosotros.


Las tres tentaciones, en el fondo, se podrían resumir en una: la idolatría. La gran tentación es adorar como a Dios las cosas que no son Dios. Y Dios sólo hay uno, y él es el centro, el soporte y la fuente de nuestro ser. Arraigados en él, todo cuanto necesitamos y deseamos ya lo tenemos concedido. Aprendamos a confiar, como Jesús. Para ello necesitamos tiempo de intimidad con él, tiempo de silencio, espacios de desierto en nuestra vida. Cuaresma es un tiempo idóneo para plantearnos, definitivamente, tener tiempo para Dios cada día.

2019-03-01

El árbol se conoce por su fruto

8º Domingo Ordinario - C

Lecturas:

Eclesiástico 24, 4-7
Salmo 91
1 Corintios 15, 54-58
Lucas 6, 39-45

Homilía:


En todas las épocas el ser humano ha tenido una inquietud por mejorar su vida y trascender más allá de la pura supervivencia. Los animales y las plantas simplemente viven y crecen, y no se preguntan por qué ni para qué están aquí. Nosotros no nos contentamos con vivir: queremos una vida plena, hermosa, con sentido. Una vida vibrante e intensa, que nos lleve a la cima de nuestro potencial.

Pero en esta búsqueda de la plenitud, podemos perdernos por caminos engañosos. En todas las épocas ha habido personas de palabra fácil y seductora que nos brindan la felicidad por medios poco acertados y, a veces, peligrosos. Su retórica convence, y si son personas que se rodean de éxito, fama y riqueza, aún más. En el campo espiritual tampoco han faltado los falsos profetas. Juegan con todo tipo de medios, desde el misticismo hasta el miedo, la manipulación psicológica y las emociones. Son los que Jesús llama ciegos guiando a otros ciegos. Están ciegos por su propio ego, crecido e hinchado. Tapan con su carisma sus agujeros interiores y pretenden guiar a otros hacia el mismo pozo donde se encuentran ellos.

Nadie es perfecto. Ni siquiera los místicos, los sacerdotes o los grandes líderes espirituales se libran de sus miserias y defectos. Todos conocemos los nuestros… Ahora bien, ¿cómo reconocer a un buen maestro de un falso guía?

La sabiduría de la Biblia nos da pistas. En el libro del Eclesiástico (primera lectura de hoy) leemos que la persona se descubre por sus palabras. No se la puede juzgar por su aspecto o por su posición social, sino por lo que dice, porque las palabras revelan el corazón. Y añade que el árbol se conoce por sus frutos. Es una imagen que recogerá Jesús en el evangelio: Por sus frutos los conoceréis. Una persona puede deslumbrar por su aspecto, por su carisma e incluso por su retórica. También puede destacar por sus obras, aparentemente nobles e incluso grandiosas. Pero ¿cuáles son los frutos?

Esa es la prueba de fuego: los frutos. Los frutos son una vida fecunda, que se concreta en un bien real hacia uno mismo y hacia los demás. Los frutos son más amor, más paz, comprensión, perdón, buena convivencia, generosidad. Los frutos son una vida plena, tal como la sueña Dios y como, en el fondo, nosotros la soñamos. Los frutos siempre son de vida, y no de muerte.

Hoy, las personas tienden a buscar grandes experiencias. Todo el mundo busca vivir, experimentar, sentir algo grande dentro de sí. Hay muchos cazadores de misticismo en nuestros días. Se confunde la experiencia psicológica con una experiencia divina y esto es peligroso, pues puede poner en riesgo la salud física y mental de la persona. Santa Teresa avisaba a las monjas muy sensibles e impresionables y les aconsejaba no perseguir el éxtasis ni los arrobos místicos, pues les podía costar la salud, el crecimiento espiritual y hasta la vida. En cambio, les recomendaba descansar, distraerse, trabajar en algo físico y no aislarse. ¿Sorprenden estos consejos, en una mística como ella? Teresa era una mujer sabia, una gran madre y una buena discípula de Jesús. No caigamos en la trampa de los sentimientos y las experiencias sobrenaturales. San Juan de la Cruz, otro gran místico, decía que mucho más preciosa que cualquier éxtasis era la obediencia, humilde y libre, a la voluntad de Dios, reflejada en la docilidad a los superiores. Un acto de obediencia, de negación de uno mismo, es más valioso que todas las experiencias místicas, afirmaba san Juan. Porque de esos actos es de donde salen los frutos: mucho más allá del bienestar (o la evasión) personal, son frutos dulces de los que todos pueden alimentarse y crecer.