2019-04-11

Un rey en la cruz

Domingo de Ramos - Pasión del Señor

Lecturas:

Isaías 50, 4-27
Salmo 21
Filipenses 2, 6-11
Lucas 22, 14; 23, 56

Homilía

Tras las cinco semanas de Cuaresma, llegamos al Domingo de Ramos, o de la Pasión del Señor. Entramos en la semana más importante del año litúrgico, la que nos devuelve a las raíces de nuestra fe y nuestra vivencia como cristianos. Sin la pasión, muerte y resurrección de Jesús, no estaríamos aquí, celebrando la Vida con mayúscula.

Los judíos celebraban la Pascua como la fiesta de la liberación de la esclavitud y el nacimiento del pueblo de Israel, como tal. La Iglesia celebra la Pascua cristiana como otra liberación aún más profunda: la del mal y de la muerte. Y lo que surge no es una nación sino una familia, un pueblo de dimensiones universales: toda la humanidad está llamada a esta vida nueva que nos ofrece Cristo.

Los tres días centrales, el Triduo Pascual, recuerdan tres grandes momentos de la vida de Jesús. El Jueves Santo, con la celebración de la cena del Señor, Jesús nos revela la intimidad de su corazón y nos deja su único mandato, el del amor. Con el lavatorio de pies nos enseña que su misión es servir, y no mandar. Con el gesto de dar el pan y el vino se nos entrega, totalmente y para siempre. Y en sus oraciones al Padre expresa el deseo de que sus amigos, y los que creerán en ellos —nosotros— estemos con él, unidos como él y el Padre lo están.

El Viernes Santo recordamos la pasión y la muerte. La consecuencia de un amor total lleva a Jesús hasta su aniquilación, física y moral. Maltratado, torturado y herido, es condenado a morir de la peor muerte, tras un juicio precipitado y delirante, donde los hombres llegan a condenar a Dios. Jesús muere solo, despreciado y tratado como un criminal, y no como un profeta. Ni siquiera se le permite conservar la dignidad de morir como un mártir heroico. ¿Entendieron los judíos lo que estaban haciendo? ¿Llegaron a captar la enormidad de sus actos? Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Pero, entre quienes le ven morir, brota la exclamación inesperada del centurión romano. Queda impactado porque quizás, al ser extranjero, ve con más objetividad lo absurdo e injusto de aquella muerte. ¡Verdaderamente, este hombre era justo! La muerte de Jesús traza una herida profunda en el mundo. Hay un antes y un después de esa tarde de viernes, en el Gólgota.

El Sábado Santo, tras la muerte y el silencio del sepulcro, surge la luz. Jesús, ante la sorpresa, el miedo y la incredulidad de todos los suyos, desaparece de la tumba. Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos… Y se aparece a los suyos. Poco a poco, por grupos, con discreción y envuelto en misterio y a la vez sencillez. Camina a su lado, come con ellos, habla con ellos. ¿Qué ha ocurrido? Los discípulos y las mujeres tardarán un tiempo en comprenderlo, pero están seguros de una cosa: Jesús está vivo. Y con su resurrección, esa herida profunda que sangraba el mundo ha quedado restañada y sanada. Quienes se adhieran a él, ya no experimentarán la muerte definitiva. Jesús nos reconcilia con el Padre y nos abre las puertas del cielo. Un cielo que empieza aquí, en la tierra. Todos estamos llamados a esta vida. 

La buena noticia de la resurrección llega hasta hoy, y necesita nuevas voces que la anuncien. Nuestro mundo está agonizante, viviendo una larga pasión que se alarga a través de la historia. Cada día se reproduce la pasión de Cristo en miles de personas que sufren. Cada día es necesario que se diga que Dios no nos deja solos, aunque a veces parezca que calle. Cada día es necesario anunciar la resurrección. Cada día, también, se producen pequeñas resurrecciones cuando una persona se abre al amor de Dios y se convierte, cambiando desde adentro, dejando que la vida nueva brote en ella.

Necesitamos que la Iglesia, cada año, recorra su ciclo litúrgico. Necesitamos recordar esos momentos, como los matrimonios que recuerdan cada año su aniversario de bodas y el nacimiento de sus hijos. Nosotros necesitamos recordar ese gesto de amor de Jesús, que se desposa con la humanidad. Necesitamos recordar su entrega hasta morir y su resurrección, el nacimiento a una vida eterna.

Esta Semana Santa revivamos de nuevo, y como si fuera la primera vez, los acontecimientos que han marcado la vida de nuestros padres y antepasados, de tantos santos conocidos y anónimos, tantas personas fieles y buenas que han visto su vida transformada por Jesús. Que sean para nosotros, también, días de conversión, de alimento espiritual y de renovación.

Un comentario a la segunda lectura de Pablo


El fragmento de San Pablo que leemos hoy es muy conocido, y se canta incluso en algunas liturgias. Pablo explica que Jesús, siendo Dios, no sólo se hizo humano, sino que se rebajó hasta la muerte más cruel y vergonzosa, una muerte de cruz.

Los humanos, en cambio, hacemos lo contrario. Queremos divinizarnos y ensalzarnos, queremos tocar el cielo y ser grandes. No soportamos humillarnos ni que nos humillen. Incluso las personas que dicen ser humildes o tener la autoestima baja, si alguien las ofende o desprecia, saltan heridas en su amor propio. ¡Todos queremos engrandecernos! Y acabamos resultando patéticos, pues la fama, el honor o el éxito conseguido, son efímeros o pueden derrumbarse en cualquier momento. A la hora de la verdad, todos tenemos fragilidades y una gran vulnerabilidad. ¡No somos dioses!

Pero ¿qué sucede? Jesús lo dijo con palabras claras: quien se enaltece será humillado, quien se humilla será enaltecido. No se trata aquí de autoflagelarnos ni de exhibir falsa modestia. Tampoco de maltratarnos y odiarnos, nada de eso. Simplemente se trata de reconocer con realismo quiénes somos: inmensos por existir y por tener un cuerpo y una mente maravillosos, pero a la vez insignificantes en medio del universo creado. Con un enorme potencial, pero con un enorme límite: la muerte. No somos nada, como decían nuestros mayores. Sí, somos algo, aunque pequeños. Cuando reconocemos con alegría que es algo inmenso existir, pero que somos poquita cosa, podemos sentir una liberación enorme. Podemos agradecer cada día como un regalo inmenso y abrirnos a la gracia de Dios.

Y entonces, ¿qué sucede? Que, cuando somos humildes, es él, nuestro Padre del cielo, quien nos hace grandes y capaces de cosas inimaginables. Solos no podéis nada, conmigo lo podéis todo.

Aprendamos esta humildad de Jesús. Si él es nuestro modelo y guía, el discípulo no es menos que el maestro. No queramos que nos ensalcen ni subir a un pedestal. El único trono de Jesús fue la cruz, su mejor gesto de realeza fue lavar los pies, su corona fueron unas espinas, sus aplausos fueron insultos. Pero los tronos, los aplausos y el servilismo del mundo no duran ni son sólidos. En cambio, el Dios que nos sostiene y nos ama nos eleva. Servir, amar, entregarse. Esta es la realeza de Jesús, y la nuestra.

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