Lecturas:
Hechos 10, 34. 37-43
Salmo 117
Colosenses 3, 1-4
Juan 20, 1-9
Homilía
En este domingo de Pascua, el más importante del año, no
celebramos un evento simbólico o una experiencia mística, sino un hecho real
que cambia la vida de toda la humanidad. Un hecho que también cambia nuestra
vida.
La resurrección de Jesús es un acontecimiento misterioso,
porque no sabemos cómo sucede, pero real, porque sus consecuencias
revolucionaron a una comunidad de personas, los apóstoles, y los llevaron a
extender por todo el mundo el mensaje de Jesús, su maestro. El evangelio surge
de la resurrección, y la Iglesia nace de la resurrección de Jesús. Sus discípulos
inauguraron una nueva forma de vivir, un camino,
que era como se le llamaba en los primeros tiempos al cristianismo. Y esta nueva
forma de vivir reúne a una gran comunidad que ha crecido con el paso de los
siglos: la Iglesia. ¿Qué nos une? Una persona, Jesús, que es hombre y a la vez
es Dios. ¿Qué nos funda como familia? Su resurrección. San Pablo lo dice muy
claro: «Si Jesús no resucitó, vana es nuestra fe».
¿Cuál es la novedad del cristianismo respecto de otras
religiones o filosofías humanistas? Son muchas las que han predicado el amor al
prójimo y una vida íntegra y honesta, como nos propone el Antiguo Testamento con
los Diez Mandamientos. Lo novedoso y distintivo del cristianismo es la persona
de Jesús y el mensaje de la resurrección. Jesús no sólo nos ofrece una vida
buena, sino una vida eterna, que rebasa las fronteras de la muerte. Nos abre
las puertas del cielo, baja a Dios a la tierra, hecho carne, hecho hombre,
hecho pan. Ya no tenemos que esforzarnos por “elevarnos”: él mismo viene. Dios
busca la unión con su criatura y le ofrece su misma vida: una vida imperecedera
y hermosa, como no podemos imaginar.
Muchas personas pueden pensar: Bien, Jesús resucitó, porque
era Dios, finalmente. Pero ¿vamos a resucitar nosotros? ¿De qué manera nos
afecta todo esto?
San Pablo lo explica con una imagen muy sugerente. Nuestra
vida en la tierra es como la vida de una semilla, enterrada en el campo. Cuando
muramos, la semilla romperá la frontera entre la tierra y el aire y se abrirá
echando ramas, hojas y flores, convirtiéndose en una planta que crecerá bajo el
cielo y la luz del sol. Así será nuestra vida resucitada, comparada con la
mortal. Con la diferencia de que esta vida, siendo divina, no se acabará nunca.
En la segunda lectura de hoy Pablo nos dice que «hemos
muerto con Cristo, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios». ¿Qué
significa? Que al aceptar a Jesús y su mensaje, ya hemos muerto al hombre
viejo, a la mujer vieja, a la persona que éramos antes para renovarnos por
dentro. Nuestra vida eterna ya está, latente, creciendo en el seno de Dios.
Escondida para estallar el día que muramos y resucitemos.
¿Qué consecuencias tiene esto? Pues que ya podemos vivir en
la tierra como si fuera en el cielo: llenos de alegría, confianza, sin miedo,
con toda la creatividad y generosidad posible. ¡Jesús nos ha conseguido el
cielo, no tenemos nada que perder! Podemos vivir derrochando vida por amor,
como lo hizo él, y esta es la verdadera vía para alcanzar la felicidad en este
mundo. No nos ahorrará problemas, pero sí nos dará la capacidad para vivir
cabalgando sobre las olas de la vida, y no hundiéndonos en ellas.
Este vivir en Dios, como afirma Pablo, significa que ya no
podemos perseguir las metas del mundo viejo —fama, dinero, conocimientos o
bienes materiales…— sino los bienes imperecederos del cielo, pues ya somos ciudadanos
de este reino de Dios. Igual que una madre embarazada se cuida y cuida a su
bebé en el vientre, para que crezca y nazca bien, nosotros, en la tierra, hemos
de cuidar esta vida eterna que tenemos para que un día pueda florecer a la luz
del cielo.
Esta es la doble buena noticia de la Pascua cristiana: no
sólo que Jesús ha resucitado y vive, sino que nosotros también resucitaremos
con él. Saber esto, sentirlo y ser conscientes cada día puede transformar
completamente nuestra vida.
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