Lecturas:
Hechos 5, 12-16
Salmo 117
Apocalipsis 1, 9-19
Juan 20, 19-31
Homilía
En esta segunda semana de Pascua, leemos la aparición de Jesús
al grupo de sus discípulos. Los relatos de las apariciones de Jesús no dejan de
ser sorprendentes. Explican un hecho único y nunca antes sucedido en la
historia. Los amigos de Jesús no esperaban que volviera a la vida de esta
manera, y los evangelios recogen su desconcierto y sus sentimientos, que pasan
del temor a la sorpresa y del susto a la alegría.
El papa Benedicto, en su libro sobre Jesús, subraya esta
dificultad de los apóstoles para explicar algo insólito que cambió sus vidas.
Los encuentros con Jesús resucitado son la base de nuestra Iglesia, una comunidad
de hombres y mujeres llamados a ser amigos de Dios y a compartir su misma vida.
Una vida que no termina con la muerte y que se prolongará, un día,
permitiéndonos conservar no sólo el alma, sino también un cuerpo.
Muchos son los que piensan que la resurrección es algo
simbólico y que, en realidad, estos episodios no son más que fábulas o formas
de explicar una experiencia mística, una vivencia interior de los apóstoles y
los allegados de Jesús. Hay muchos modernos Tomases, incluso entre los
cristianos, que no pueden aceptar la resurrección de la carne, aunque la
proclamamos cada domingo en el Credo. Pero si Jesús no hubiera resucitado de
verdad, tal como lo cuentan los evangelios, nos encontraríamos ante un grave
problema. En primer lugar, los evangelios serían un fraude y estarían mintiendo.
En segundo lugar, ¿dónde está el cuerpo de Jesús? Si la tumba apareció vacía, y
esto es algo en lo que concuerdan cristianos y no cristianos, ¿a dónde fue a
parar? ¿No sería una profanación impensable para un judío robar su cuerpo y hacerlo
desaparecer? Nadie haría eso con una persona tan amada y respetada. En tercer
lugar, si Jesús no resucitó, ¿cómo afirmar que es realmente Dios? Y si no era
Dios, ¿qué valor tuvo su muerte, aparte de ser una enorme injusticia? Todo el mensaje de Jesús se derrumba si la resurrección
no fue tal. Su muerte pierde todo valor redentor. Los continuos avisos a sus
discípulos, previendo su muerte y su resurrección, ¿fueron falsos, entonces? Como
afirma san Pablo: Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe y nosotros somos
los más desgraciados de los hombres, además de estafadores.
Jesús sabía que a los suyos les costaría creer en lo que
estaban viendo con sus propios ojos. Por eso no se limitó a dejarse ver: los
discípulos lo tocaron, comieron con él y lo vieron comer. Un fantasma no come,
ni tiene un cuerpo físico y palpable. Fijémonos bien en esto: Jesús no pide una
fe ciega ni absurda. Pide que creamos en él, pero nos da pruebas una y otra vez.
Es real, está vivo. De ahí las diversas apariciones a los suyos. Y, ante la
incredulidad de Tomás, le deja tocar sus pies y sus manos, y meter la mano en
la llaga del costado.
Pero de aquí surgen dos preguntas. Si Jesús da pruebas y
señales a sus amigos, ¿por qué dice a Tomás «dichosos los que crean sin ver»? Jesús
quiere que Tomás, igual que nosotros, ahora, creamos en el testimonio de los
que sí le han visto. Quiere que aprendamos a confiar. La fe, en realidad, no es
una creencia imposible, sino una confianza en quien ha dado muestras de que
podemos fiarnos de él. Jesús murió por sus amigos. Los apóstoles dieron su vida
por él. ¿Quién muere por una idea falsa, por una ilusión o por una mentira? En
cambio, se puede entender que se muera por amor a otra persona. Por esto y por
el testimonio de los primeros tiempos de la Iglesia, por las vidas renovadas de
los apóstoles y los primeros cristianos, podemos confiar plenamente en la veracidad
de los evangelios y en estos relatos sobre la resurrección. Una experiencia
mística o interior puede causarnos un impacto emocional más o menos duradero.
Pero sólo un encuentro real puede cambiar la vida de tal manera.
La segunda pregunta que surge, y que el papa Benedicto expone,
es la siguiente. Si Jesús quería que todos creyeran en la resurrección, ¿por
qué se apareció sólo a unos pocos? ¿Por qué no se mostró en público ante las
multitudes de Jerusalén? La respuesta nos viene si comprendemos toda la
historia de Jesús. El estilo de Dios no es espectacular ni impresionante. Dios
no quiere avasallarnos con prodigios ni señales estruendosas. No quiere, ni por
un momento, que perdamos la lucidez y la libertad. Quiere que le sigamos por
amor, porque queremos, sin sentir presión ni coacción alguna. Por eso nace en
la humildad de un pesebre, y por eso actúa con esa discreción misteriosa. El
reino de Dios no surge con un Big Bang, sino que brota como una pequeña
semilla, la más diminuta de todas, pero que con el tiempo se hará árbol
inmenso. Así ha sido la Iglesia. De una docena escasa de hombres asustados y
unas pocas mujeres fieles, ha brotado una familia universal de dos mil millones
de seres humanos… ¿No debería admirarnos? Pese a todos los errores y pecados cometidos,
la historia de la Iglesia es un milagro. Que nosotros estemos hoy aquí,
celebrando a Jesús vivo y resucitado, es un milagro.
Cuatro palabras y un final
Volviendo a las apariciones de Jesús resucitado, vale la
pena subrayar sus palabras, dirigidas a los suyos, porque también nos las
dirige a nosotros hoy. Son sus mensajes más importantes, a tener en cuenta si
queremos ser fieles a nuestra misión como cristianos.
«Paz a vosotros» es la primera frase. Jesús nos da la paz,
su presencia nos da serenidad, su amor nos sostiene. Jesús quiere que, sobre
todo, tengamos paz y alegría interior. No podemos hacer nada si no está
sustentado en este gozo íntimo. Y él nos lo da.
«Recibid el Espíritu Santo» es la segunda. Jesús se irá con
el Padre, pero su presencia permanecerá con el Espíritu Santo, ese aliento de
Dios que nos inspira y nos da toda la fuerza y todas las capacidades que
necesitamos.
«A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados…»
Esta frase puede resultar un poco enigmática o quizás demasiado obvia. ¿Qué
significa? Hay que situarse en aquel tiempo, y en toda la polémica que se
generó en torno a Jesús por esta cuestión del perdón de los pecados. Para un
judío, sólo Dios podía perdonar los pecados. Jesús, perdonando, se equiparaba a
Dios… Y ahora, resulta que Jesús otorga este poder ¡a sus discípulos! Nos da el
Espíritu de Dios y nos otorga el poder de perdonar. Jesús no se ha reservado
nada para sí, quiere compartirlo todo con nosotros. Y nos enseña que nuestro
poder no ha de ser de dominio sobre los demás, sino de liberación, porque quien
perdona está liberando.
¿Y qué significa retener los pecados? Aquí, Jesús nos está
hablando del poder de la libertad, que también nos otorga Dios. Podemos
equivocarnos y podemos retener los pecados… Hasta tal punto Dios se fía de
nosotros. Lo que hacemos en la tierra, tendrá su repercusión en el cielo.
«No seas incrédulo, sino creyente.» Esta frase ya la hemos
comentado. Jesús no pide que seamos ingenuos y que nos lo creamos todo, pero sí
nos pide que confiemos en quien nos ha dado pruebas más que suficientes de quién
es. Creyente no es lo mismo que crédulo o cándido. Creyente es alguien capaz de
confiar. Y quien confía, es porque ama. Si no amamos a otra persona, siempre
acabaremos desconfiando de ella. Si la amamos, creeremos incondicionalmente en
ella, pase lo que pase.
Finalmente, Juan acaba su evangelio con una frase
transparente: «Muchos otros signos, que no están
escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han
escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que,
creyendo tengáis vida en su nombre.» Esta conclusión resume la finalidad
del evangelio. Juan cuenta lo que han visto, oído, tocado y comprobado. No nos
vende humo ni fantasías. Quiere que creamos por la solidez de los testimonios.
Y quiere que creamos, no para convencernos ni ganar adeptos, sino «para que
tengáis vida en su nombre», es decir, para que todos podamos disfrutar de esa
vida gozosa, inmensa, infinita, a la que nos llama Jesús. La vida de Dios, que
quiere compartir con todos nosotros.
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