Lecturas:
Isaías 43, 16-21
Salmo 125
Filipenses 3, 8-16
Juan 8, 1-11
Homilía
En este quinto domingo de Cuaresma una idea dominante
recorre las tres lecturas: dejar atrás lo viejo, el pasado, las ataduras del
antes, y empezar de nuevo, lanzándose a correr un camino que lleva a la
libertad.
La libertad palpita detrás de todo el mensaje cristiano.
Jesús vino para liberar, y no para cargarnos de culpas y remordimientos. En el
evangelio de este domingo vemos cómo Jesús libera a la mujer adúltera, acusada
en público y condenada a morir apedreada. Los escribas y fariseos querían tenderle
una trampa a Jesús. Si exculpaba a la mujer, iba contra la ley. Pero si cumplía
la ley con ella, ¿dónde estaba la misericordia de Dios que tanto predicaba? La
respuesta de Jesús, tan inteligente, los puso en evidencia. ¿Quién está libre
de pecado? ¿Quién puede condenar a nadie? Pero también puso en evidencia cómo
es Dios: ¿quién si no él puede absolver y perdonar? Jesús perdona a la mujer y
la libera doblemente: de una ley rigurosa e inclemente y del pecado. La avisa: Ve
en paz, estás libre. Y no peques más. Porque lo que nos ata, tanto como una ley
injusta, es el mismo pecado.
La primera lectura de Isaías relata la alegría del pueblo
que empieza de nuevo. Israel, en el exilio, sobrevivió porque entendió las
pruebas como una especie de castigo pedagógico. Dios estaba entrenando a su
pueblo a ser fiel, preparándolo para salir reforzado de la dura experiencia. Pero
tras el periodo de prueba, como un parto doloroso, llega el gozo. «Mirad que hago
algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» La vida puede castigarnos, las consecuencias
de nuestros actos nos pueden golpear. Si nos equivocamos escribiendo las
páginas de nuestra vida, tendremos que pagar el error. Pero Dios siempre nos da
una página nueva, en blanco, para empezar de nuevo. Con Dios siempre tenemos
otra oportunidad. Nuestra capacidad de regeneración es inmensa, ese es su
regalo.
San Pablo también nos habla de la renovación interior que él
mismo vivió. De ser un fariseo estricto, apegado a la ley, se convirtió en un
hombre libre, enamorado y seguidor de Cristo. Ya no lo movía el celo legal,
sino el amor. Y por Cristo emprendió su gran carrera. Pablo era muy consciente
de sus limitaciones y sabía que con la conversión no había conseguido ningún
premio. Era apenas un atleta iniciando su maratón, aprendiendo y tropezando
cada día, pero corriendo con entusiasmo, sin desfallecer, hacia la meta.
«Sólo busco una cosa:
olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante,
corro hacia la meta, hacía el premio, al cual me llama Dios desde arriba en
Cristo Jesús.»
Ojalá podamos hacer nuestras
estas palabras. Dejemos atrás el pasado. Olvidemos nuestra historia de fracasos,
miedos, errores y limitaciones. ¡Fuera lastres! La vida no se camina mirando
hacia atrás, sino hacia adelante. Y Pablo no camina, ¡corre! Porque quien ama,
corre.
¿Cuál es esa meta? Los brazos
de Dios, que lo llama a través de su Hijo. Jesús nos está llamando cada día,
indicándonos el camino. Un camino hacia nuestra propia felicidad, hacia la cima
de nuestra existencia. ¿Nos atreveremos a seguirlo? Si lo hacemos, estaremos
viviendo cada día con una intensidad y un gozo que nunca hubiéramos creído
posibles. A esto nos llama Jesús: a una vida libre, hermosa y llena de
plenitud. Esa es nuestra meta. ¡No nos quedemos a medio camino!
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