32º Domingo Ordinario - C
Lecturas
2 Macabeos 7, 1-14
Salmo 16
2 Tesalonicenses 2, 16-3, 5
Lucas 20, 27-38
Homilía
En su segunda carta a los tesalonicenses, que leemos hoy,
san Pablo alienta a sus comunidades. Les recuerda que Dios nos ha regalado una
vida eterna, resucitada, de manos de su hijo, y los invita a vivir con buen
ánimo y esperanza, sin hundirse por las dificultades ni las persecuciones. Él mismo
escribe desde la cárcel. Los barrotes no han podido aprisionar su libertad
interior, ni abatir su fe. El confinamiento no le ha robado la energía ni el
deseo de seguir evangelizando. Atado de pies y manos, su palabra continúa
siendo libre y vuela lejos.
Los cristianos de hoy, que vivimos inmersos en mil afanes,
con muchos problemas, y algunos muy complejos, quizás perdemos la perspectiva.
Se nos olvida alzar la mirada al cielo y pensar que Dios está ahí, con
nosotros, sosteniéndonos. Se nos olvida que el final de este camino por la
tierra, sea como sea, será un final feliz. No vivimos una tragedia sin
solución. Jesús nos ha ofrecido un «consuelo eterno y una esperanza dichosa»,
como dice Pablo, y no nos está engañando. Murió y resucitó para ofrecérnoslo, y
vino para comunicarlo. Nuestra fe no es ciega ni ilusa: se nutre de testimonios
reales de hechos reales. Se nutre de pruebas fehacientes que Dios nos ha dado. A
veces, creer no es tanto una cuestión de razón o de pruebas, sino de elección.
Para quien no quiere creer, ni una evidencia podrá convencerlo. Quien tiene el
corazón abierto, creerá sin necesidad de ver, por el testimonio.
La resurrección
es el gran tema de las lecturas de hoy. En las dos primeras vemos cómo la
esperanza en ella fortalece a los mártires. Los hermanos Macabeos mueren con
gallardía, sin achicarse y sin ceder a las exigencias de sus torturadores,
porque esperan renacer en la vida eterna. San Pablo soporta persecución y
cárcel porque ya está viviendo en Cristo, sostenido por él, anticipando la
eternidad.
Jesús, en el evangelio, se enfrenta a los escépticos
saduceos. Como tantos hombres y mujeres de hoy, estos saduceos, que se las dan
de cultos, modernos, agudos y un tanto irónicos, le preguntan a Jesús quién
será el esposo de una viuda que ha enterrado a siete maridos. ¿A quién
pertenecerá la mujer en el cielo? Con una burla pretenden echar por tierra la creencia
en una vida eterna.
Al reto de los saduceos, Jesús responde con otro reto. Si habláis
del «Dios de Abraham, Isaac y Jacob», ¿dónde están estos? Si están muertos,
entonces tenemos un Dios de muertos, lo que equivale a decir un Dios muerto. ¡Ni
siquiera los saduceos se atreverían a afirmar esto! Por tanto, si Dios está
vivo, ellos están vivos, resucitados con él. Los muertos resucitan. Con esta
frase tan querida de la Torá, Jesús echa por tierra la burla de sus oponentes.
Quien se mofa o se niega a creer es porque se ha quedado con
una visión muy pobre de la realidad. Sólo ve a ras de tierra. Ignora toda la
dimensión espiritual, que no se ve ni se toca, pero que es definitiva para dar
hondura y sentido a nuestra vida. No seríamos lo que somos, ni serían posible
el arte, la ciencia y la bondad, si no existiera el alma. Y el alma pertenece a
Dios, que no está en el plano físico, sino en esa otra vida que aún no podemos
imaginar. No sabemos cómo será la vida eterna, pero allí las cosas no serán
como aquí. Jesús dice que seremos «como ángeles», es decir, inmortales, y no
será necesario casarse ni procrear. Seremos «hijos de Dios» e «hijos de la
resurrección». Porque Dios está vivo, y todo el que vive en él no perece para
siempre.
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