2019-11-07

Consuelo eterno y esperanza dichosa


32º Domingo Ordinario - C

Lecturas
2 Macabeos 7, 1-14
Salmo 16
2 Tesalonicenses 2, 16-3, 5
Lucas 20, 27-38

Homilía

En su segunda carta a los tesalonicenses, que leemos hoy, san Pablo alienta a sus comunidades. Les recuerda que Dios nos ha regalado una vida eterna, resucitada, de manos de su hijo, y los invita a vivir con buen ánimo y esperanza, sin hundirse por las dificultades ni las persecuciones. Él mismo escribe desde la cárcel. Los barrotes no han podido aprisionar su libertad interior, ni abatir su fe. El confinamiento no le ha robado la energía ni el deseo de seguir evangelizando. Atado de pies y manos, su palabra continúa siendo libre y vuela lejos.

Los cristianos de hoy, que vivimos inmersos en mil afanes, con muchos problemas, y algunos muy complejos, quizás perdemos la perspectiva. Se nos olvida alzar la mirada al cielo y pensar que Dios está ahí, con nosotros, sosteniéndonos. Se nos olvida que el final de este camino por la tierra, sea como sea, será un final feliz. No vivimos una tragedia sin solución. Jesús nos ha ofrecido un «consuelo eterno y una esperanza dichosa», como dice Pablo, y no nos está engañando. Murió y resucitó para ofrecérnoslo, y vino para comunicarlo. Nuestra fe no es ciega ni ilusa: se nutre de testimonios reales de hechos reales. Se nutre de pruebas fehacientes que Dios nos ha dado. A veces, creer no es tanto una cuestión de razón o de pruebas, sino de elección. Para quien no quiere creer, ni una evidencia podrá convencerlo. Quien tiene el corazón abierto, creerá sin necesidad de ver, por el testimonio.

La resurrección es el gran tema de las lecturas de hoy. En las dos primeras vemos cómo la esperanza en ella fortalece a los mártires. Los hermanos Macabeos mueren con gallardía, sin achicarse y sin ceder a las exigencias de sus torturadores, porque esperan renacer en la vida eterna. San Pablo soporta persecución y cárcel porque ya está viviendo en Cristo, sostenido por él, anticipando la eternidad.

Jesús, en el evangelio, se enfrenta a los escépticos saduceos. Como tantos hombres y mujeres de hoy, estos saduceos, que se las dan de cultos, modernos, agudos y un tanto irónicos, le preguntan a Jesús quién será el esposo de una viuda que ha enterrado a siete maridos. ¿A quién pertenecerá la mujer en el cielo? Con una burla pretenden echar por tierra la creencia en una vida eterna.

Al reto de los saduceos, Jesús responde con otro reto. Si habláis del «Dios de Abraham, Isaac y Jacob», ¿dónde están estos? Si están muertos, entonces tenemos un Dios de muertos, lo que equivale a decir un Dios muerto. ¡Ni siquiera los saduceos se atreverían a afirmar esto! Por tanto, si Dios está vivo, ellos están vivos, resucitados con él. Los muertos resucitan. Con esta frase tan querida de la Torá, Jesús echa por tierra la burla de sus oponentes.

Quien se mofa o se niega a creer es porque se ha quedado con una visión muy pobre de la realidad. Sólo ve a ras de tierra. Ignora toda la dimensión espiritual, que no se ve ni se toca, pero que es definitiva para dar hondura y sentido a nuestra vida. No seríamos lo que somos, ni serían posible el arte, la ciencia y la bondad, si no existiera el alma. Y el alma pertenece a Dios, que no está en el plano físico, sino en esa otra vida que aún no podemos imaginar. No sabemos cómo será la vida eterna, pero allí las cosas no serán como aquí. Jesús dice que seremos «como ángeles», es decir, inmortales, y no será necesario casarse ni procrear. Seremos «hijos de Dios» e «hijos de la resurrección». Porque Dios está vivo, y todo el que vive en él no perece para siempre.

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