34º Domingo Ordinario - A
Jesucristo, Rey del universo
Lecturas:
2 Samuel 5, 1-3
Salmo 121
Colosenses 1, 12-20
Lucas 23, 35-43
Homilía
La carta de San Pablo, hoy, nos recuerda algo fundamental.
Nos admira el universo y la belleza de todo lo creado, y damos gracias a Dios
por ello. Pero Dios ha hecho algo más que un mundo magnífico. Nos ha creado a
nosotros, a su imagen, y nos llama a vivir en su misma plenitud. Esta era la
intención inicial de Dios. Sin embargo, para hacernos semejantes a él, tenía
que crearnos libres. Y es la libertad la que nos da la opción de elegir.
Podemos aceptar el plan de Dios, podemos rechazarlo o enfrentarnos a él. Cuando
concebimos otros planes, dándole la espalda, es cuando comienzan las luchas de
poder y el mundo entra poco a poco en el caos.
Pablo nos explica que la gran misión de Jesús fue venir a
reconciliarnos con Dios. Él nos enseña otra forma de vivir, en amistad con el Padre
Creador. La reconciliación abarca no sólo a los seres humanos, sino a toda
creatura: «Dios ha querido reconciliarse con todo el universo, poniendo paz en
todo lo que hay en la tierra y en el cielo, por la sangre de la cruz de
Jesucristo».
¿Qué sentido tiene la muerte de Jesús? Humanamente, es una
tragedia, porque se trata de la condena injusta de un hombre bueno. Un hombre
que, según judíos y romanos, se atrevió a proclamarse rey, desafiando la
autoridad. Desde esta perspectiva, la muerte de Jesús es una locura absurda.
Pero Jesús no es sólo un hombre bueno, sino Dios. La muerte del mismo Dios, a
manos de sus hijos, tiene un sentido tremendamente más hondo.
Si podemos entender el gran amor de un padre o una madre que
dan la vida por sus hijos, podremos atisbar el amor de Dios, que sacrifica su propia
vida humana para rescatar a todos. Su muerte nos da vida; su resurrección nos resucita.
Como dice Pablo, esa muerte nos libera del poder de la tiniebla y nos abre la
puerta al reino de la luz, es decir, de la vida eterna.
Un buen rey, en la mentalidad del antiguo Israel, es el que
se entrega para servir a los suyos. Por eso Cristo, en la cruz, herido,
agonizante, con aspecto deplorable, es rey. Sigue siendo rey, aunque está
clavado de pies y manos, porque se ha entregado hasta el extremo. Es soberano
porque sigue siendo libre: se ha dado a sí mismo con plena consciencia y
voluntad.
El ladrón crucificado a su lado es el único, entre todos los
que contemplan la escena, que lo sabe ver. A las puertas de la muerte quizás
las cosas se ven más claras… Este bandido, mirando a Jesús, descubre lo que
nadie más ha descubierto: que ese hombre crucificado, bajo un cartel casi irónico,
es realmente quien dice ser. Y le suplica, como un vasallo a su monarca, que
tenga piedad de él. Jesús hace su último gesto de realeza: «Esta noche estarás
conmigo en el paraíso». Es un gesto de clemencia y magnanimidad, un gesto
propio de Dios, que no quiere perder a ninguno, que quiere salvarnos a todos. Aun muriendo, puede rescatar.
Esta es la realeza de Cristo, el único rey que no toma nada
de sus súbditos, sino que da su vida por ellos. Contemplémoslo en la cruz. Dejemos
que su cuerpo herido nos hable y su sangre nos limpie el corazón para poder
sentir y experimentar la bondad tan grande que derrama sobre nosotros. Del rostro
de este rey, muerto de amor por nosotros, emana toda sabiduría y un caudal de
vida inmensa, que sólo espera ser acogida.
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