«Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.»
Juan 20, 1-19
En el evangelio de hoy se relata una
aparición hermosa de Jesús a sus amigos. Aparece en su escenario cotidiano, en
Galilea, junto al mar. Pedro y sus compañeros salen a pescar, como si quisieran
reanudar su vida anterior. Y es en medio del faenar cuando Jesús les sale al
encuentro y les pregunta si han pescado algo.
Los encuentros con Jesús resucitado son
sorprendentes. Al principio no lo reconocen. Él, oyendo que no han pescado
nada, repite una frase que Pedro ya había escuchado, tiempo atrás: Echad las redes al otro lado. La pesca
milagrosa les abre los ojos y es Juan, el discípulo amado, quien lo reconoce.
Jesús los espera en la orilla y les prepara un ágape.
Dios nos sale al encuentro. Siempre es
él quien tiene la iniciativa, y se presenta en nuestro entorno, en nuestro
trabajo, de manera sencilla y amistosa. Y ¿qué nos sucede? Como a Pedro, a
menudo pasa que bregamos mucho y obtenemos poco fruto de nuestros esfuerzos.
Nuestros afanes por evangelizar quizás son estériles, fracasan o dan poco
resultado. ¿Qué hacer? Jesús nos sugiere un cambio. Echar las redes al otro
lado es cambiar de forma de pensar, hacer e incluso de creer. ¿Creemos en
nosotros mismos? ¿Confiamos solo en nuestras fuerzas? ¿O nos abrimos y nos
fiamos de Dios? ¿Sabemos escuchar su voz, que nos habla, a menudo a través de
otras personas? ¿Sabemos hacer silencio para discernir su consejo en la soledad
de la oración? Si le escuchamos, seguramente nuestra acción será más humilde y
la pesca más abundante. Y no solo eso: Dios nos hace descansar y nos ofrece un
banquete. La eucaristía semanal es una invitación a unirnos con él para reponer
fuerzas y celebrar, ¿responderemos a su llamada?
En la segunda parte del evangelio oímos
el triple examen de Pedro. Jesús lo prepara para que sea el cabeza de grupo,
líder de esa pequeña y naciente Iglesia. ¡Pedro será el primer Papa! Y ¿qué le
pregunta Jesús? No le hace un examen de sagradas escrituras, ni de leyes. Hoy
diríamos que Pedro no se doctoró en teología ni fue un gran intelectual. A
Jesús no le preocupa su formación, ni siquiera que sea perfecto en su carácter,
¡ya conoce bien sus defectos y debilidades! Jesús sabe que los pastores de su
Iglesia son humanos y fallan, pero hay algo indispensable, lo único que
importa. Pedro, ¿me amas? Tres veces
lo pregunta, tres veces que piden una respuesta total, incondicional,
irreversible y para siempre.
¿Me amas? Pedro es muy consciente de que su amor
es frágil, por eso responde con tristeza: Sí, señor, tú sabes que te quiero. La
última vez que le pregunta, Jesús ya no usa el verbo amar, sino “querer”. Se
adapta a Pedro, acepta su amor falible, y aún y así le pide que cuide lo más
sagrado: su rebaño, que es su Iglesia, que es la humanidad, que somos todos. Señor, tú sabes que te quiero. Es lo
único que nos pide Dios. Amor. Y de ese amor surgirá la misión. Este es también
el examen que afrontamos todos nosotros. Cuando Dios llama no valen excusas, no
importa que nos sintamos poco aptos o poco preparados, que tengamos pocos
recursos, poca salud, poca formación… Lo que importa es lo que amamos. ¿Amamos
lo suficiente para decirle sí?
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