Las tres lecturas de hoy
son un poco incómodas. El libro de la Sabiduría nos dice que las cosas de Dios
son demasiado altas e inalcanzables para comprenderlas si su Espíritu no nos
ilumina. ¿Quién rastreará las cosas del cielo? O bien son muy utópicas: San
Pablo le pide a Onésimo que reciba a su esclavo fugitivo, ahora como hombre
libre, hermano en la fe. ¿Es posible saltar por encima de las clases sociales? Las
cosas de Dios también pueden ser demasiado difíciles: Jesús dice que nadie
puede seguirlo si no pospone a su familia, a sus padres e hijos, a su cónyuge.
¿Es posible valorar a alguien por encima de los de nuestra propia sangre?
Admitámoslo: aún entre los creyentes, nuestro primer valor casi siempre es la
familia, por encima de Jesús y de la fe.
Nos quedamos con esas
frases del evangelio y nos decimos que son demasiado para nosotros. Solo unos
pocos “elegidos” son capaces de renunciar a tanto. ¿Cómo vamos a preferir a
Jesús por encima de nuestros propios padres, hijos o esposos? El seguimiento a
Jesús es para los curas, los religiosos o los misioneros, no para mí.
Pero Jesús añade algo que
seguramente se nos pasa por alto: para seguirle también hay que posponerse… ¡a uno
mismo! Y ahí tenemos la clave: quien vive para sí no puede seguir a Jesús. Ante
Dios no valen las idolatrías: se le adora a él, o se adora a otro. Y ese otro
casi siempre es uno mismo. Cuando yo soy el centro de mi vida, todo cuanto gira
a mi alrededor es importante siempre que me aporte algo. Muchas veces valoramos
la familia por las ventajas y la seguridad que nos aporta: nos hace sentirnos
importantes, arropados, queridos, necesarios; nos protege y da buena imagen
ante el mundo…
Jesús no engaña a sus seguidores. No les promete éxito fácil ni complacer los deseos del ego. Les pone la comparación del hombre que calcula sus gastos y el general que mide las fuerzas de su ejército y del enemigo. Si queremos seguir a Jesús hemos de darlo todo y estar dispuestos a todo. Necesitamos desprendernos del afán posesivo, de cosas y de personas. Esto significa que centro mi vida, no en mí mismo, sino en él. Me “des-centro” y me vuelco en amar al otro. Porque amar a Jesús y amar al prójimo son sinónimos. Si me pospongo a mí para seguirle, no debo temer. No sólo amaré a Dios; amaré a los demás sin condiciones, y amaré mucho mejor a mi familia y a mis amigos si dejo de vivir centrado en mí. Porque lo primero que me pedirá Dios será, justamente, que ame al prójimo como Jesús nos amó. Con un amor bueno, sano, entregado, generoso, y no posesivo o condicionado por mil cosas, como suele suceder.
¿Es imposible? Si lo intentamos solos, quizás sí. Pero no estamos solos. Cada uno lleva su cruz, pero la cruz más pesada la lleva Cristo. Él camina con nosotros, él nos ayuda y nos alimenta con su pan.
1 comentario:
Es importante explicar bien este evangelio, que no siempre se entiende. O se considera exagerado, descartando la enseñanza de Jesús en este caso, o se interpreta de forma tan literal que puede llevar a confusiones o a errores grandes. ¡Gracias!
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