Entre la primera lectura
y el evangelio de hoy vemos un dramático contraste. En la primera, las tribus
de Israel van a ver a David, el héroe triunfante, se proclaman «hueso tuyo y
carne tuya» y lo aclaman rey. Es un rey querido por sus gentes, que se sienten
unidas a él en la victoria y en la bonanza.
En cambio, en el
evangelio vemos a Jesús clavado en la cruz. Toda su misión parece haber acabado
en una derrota. No sólo muere sangrando, abandonado de todos, sino que en la
misma tortura es humillado y escarnecido, blanco de la mofa de quienes le
rodean. En medio de esta escena cruel, las palabras del buen ladrón, crucificado a su lado, son impresionantes y
asombrosas. ¿Cómo este hombre, condenado por sus crímenes, ha podido ver en
Jesús a un verdadero rey, más allá de todos los reinados y poderes del mundo?
¿Cómo ha sabido ver, además de su bondad, su divinidad? Sin duda, esa lucidez
fue un último regalo de Dios en su azarosa vida. En el trágico final, Dios le
tiende una mano, le ofrece la reconciliación y él la acoge. Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu
reino. Y Jesús, rostro de Dios, aunque cubierto de sangre y contraído por
el dolor, hace un último gesto de realeza: Esta
noche estarás conmigo en el paraíso. Con la magnanimidad del Padre, olvida
todo pecado, borra toda culpa y le abre las puertas del cielo.
Los reyes humanos se
encumbran; el rey divino se humilla y se abaja. Los reyes humanos se entronizan
sobre las vidas de otros arrebatando oro, sudor y sangre. Jesús se entroniza en
una cruz dando su vida, su sudor y su sangre por todos. Los reyes humanos
quieren endiosarse. Dios, en cambio, se humaniza hasta el límite: el
sufrimiento, la vergüenza y la muerte. No se libra de nada, apura hasta el
final la copa del dolor y la maldad del mundo. Por eso, ante el misterio del
mal que siempre nos acecha, no podemos decir que Dios sea indiferente: Dios lo
ha sufrido, Dios lo conoce, Dios nos comprende cuando estamos enfermos,
heridos, humillados. Sabe del miedo y la soledad, sabe del espantoso vacío que
muchos experimentan ante una muerte cruel.
La muerte de Jesús —¡Dios se muere!— es un misterio que nos sobrepasa. Pero es así como Dios muestra el verdadero sentido de su realeza. Jesús muere porque lo da todo, y hay quienes temen y rechazan tanto amor. El concepto de rey en la Biblia no es el de un tirano, sino el de un pastor, un padre, un protector. Aunque luego los reyes humanos cayeran en los errores de todos los gobernantes del mundo. En el evangelio, ser rey es más aún: rey es el que da la vida por los demás. Rey es el que ha vivido en plenitud y trabaja para que esta plenitud llegue a los demás. Esto es el amor, y esta es la esencia de Dios. Jesús vino para que todos fuéramos reyes y reinas en este sentido: personas capaces de vivir plena y gozosamente, desplegando nuestra bondad y talentos. ¿Cómo es posible? Olvidándonos de nosotros mismos y entregándonos, como Jesús lo hizo. Él marca el camino. Como explica san Pablo, con su muerte Jesús reconcilia el cielo y la tierra, la vida y la muerte, el mundo herido por el mal con la plenitud del reino de Dios.
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