«Dicen pero no hacen»: Jesús apela a nuestra coherencia.
Lecturas: Malaquías 1, 14b - 2, 2b. 8-10; Salmo 130; 1 Tesalonicenses 2, 7b-9.13; Mateo 23, 1-12.
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Las tres lecturas de este
domingo son un toque de atención. Nos avisan sobre el peligro de una fe que se
queda en las palabras, en la doctrina y en los rituales, sin llegar a
traducirse en un cambio vital. Y nos animan a convertir esa palabra de Dios,
una palabra llena de vida, en hechos y obras que sean coherentes con lo que
creemos.
El profeta Malaquías
acusa a los sacerdotes que han fallado al pacto con Dios. Su conducta y mal
ejemplo causan escándalo entre los fieles, pues aplican las leyes a su gusto y
conveniencia. La denuncia del profeta es dura: ¿No tenemos un mismo padre? ¿No
nos creó el mismo Dios? ¿Por qué nos traicionamos unos a otros profanando la
alianza de nuestros padres? Podríamos hablar de quienes han utilizado la
religión para servir a sus intereses, para justificarse o para ganar poder y
prestigio, aún a costa de los demás. Esto ha sido una constante en la historia:
valerse de la religión como herramienta de poder. Los sacerdotes y las personas
con responsabilidad eclesial, sean laicos o consagrados, son los que corren más
riesgo. Cuando la Iglesia cae en estas actitudes, está traicionando el
evangelio y la voluntad de Dios, que es hacer llegar su amor a toda persona,
sin excepción.
Jesús recoge estas ideas
y avisa contra los fariseos y escribas que predican mucho y exigen que todos
cumplan la Ley, pero luego su vida no es coherente con lo que dicen. Arremete
contra los que cumplen con los preceptos religiosos y las devociones de forma
muy visible, para ser notados y bien considerados. Es la religiosidad de la
fachada, otra actitud en la que los creyentes podemos caer a menudo. En
realidad, no estamos honrando a Dios sino a nosotros mismos; la vanidad
enturbia nuestra fe. También avisa con el peligro de endiosamiento de los
líderes religiosos, que pretenden ser maestros, padres, autoridades… cuando el
único maestro y padre es Dios mismo.
San Pablo nos muestra
otra forma de vivir la fe, llena de delicadeza, ternura y solicitud hacia los
demás. Dando sin exigir nada a cambio, cuidando de las personas, preocupándose
no sólo por su vida espiritual, sino por su bienestar material. San Pablo también
agradece a la comunidad de Tesalónica su acogida, pues han sabido escuchar la
palabra como auténtica palabra de Dios. Y esto es importante: es una palabra
que no sólo explica algo, sino que tiene el poder de transformar vidas. Quienes
la acogen, no serán los mismos.
Reflexionemos hoy si
nuestra vida es coherente y refleja con transparencia nuestra fe. ¿Vivimos una
religión de apariencias, para quedar bien o tranquilizar nuestra conciencia?
¿Utilizamos la religión como arma de poder o para sentirnos superiores? Si
tenemos algún puesto de responsabilidad, ¿usamos de nuestro ascendente para
tener poder e influencia sobre los demás?
¿Cómo vivir una fe auténtica y sincera, convirtiendo el evangelio en vida? Jesús nos da la clave. Es una herramienta poderosísima y sencilla, pero que pide de una voluntad libre y decidida: ser humildes. No buscar reconocimiento ni honores. No juzgar, y mucho menos, criticar y condenar al otro. Ser últimos, servidores, discretos. Ceder el paso. Sentirnos hermanos, iguales, ni mejores ni peores que los demás. Y descansar en Dios, nuestro Padre, depositando en él toda nuestra confianza.
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