Si buscáramos una palabra
común que resuma las tres lecturas de este domingo, esta podría ser diligencia. Diligencia, se nos enseñaba
antes, es lo contrario de la pereza. Si la pereza nos paraliza, la diligencia
nos impulsa a actuar, a atender, a servir. La diligencia es propia del amor,
porque para quien ama nunca hay un trabajo lo bastante pesado, ni hay cansancio
que pueda abatirle. El amor es diligente. En latín, diligo significa amar, apreciar, estimar en mucho. De modo que
podríamos asociar perfectamente el trabajo con el amor. Esto es lo que hace
Dios, que no deja de trabajar, en el cielo y en la tierra. Si queremos ser
buenos hijos suyos, el trabajo realizado con amor ha de ser una constante en
nuestras vidas.
El libro de los
Proverbios nos habla de la mujer hacendosa, fuerte y sabia, pilar de su hogar y
alegría de su esposo e hijos. Sus obras y su actitud ante la vida, valiente y activa,
son las que la embellecen por encima de la hermosura física. Es un modelo a
imitar, tanto por hombres como por mujeres, especialmente las personas que
tienen a su cargo familias, grupos o comunidades.
San Pablo a los
tesalonicenses les dirige palabras de paz y aliento. Los primeros cristianos
vivían tiempos convulsos, de inestabilidad e incluso persecución. No tan
diferentes a los que vivimos hoy. Es fácil, en tiempos de crisis, ser
negligente, abandonarse y rendirse porque… ¡todo está tan revuelto! ¡Hay tanta
incerteza! ¿De qué sirve hacer proyectos, trabajar con entusiasmo y soñar en un
futuro? Más vale ir tirando y vivir al día. ¿Para qué esforzarse? Pero Pablo
avisa. Nosotros no vivimos en la oscuridad. No somos de la noche, somos hijos
de la luz. Y como hijos de la luz, sabemos que Dios está con nosotros y que en
cierto modo ya tenemos la batalla ganada. Aunque no veamos los frutos de lo que
hacemos, sembremos y labremos con amor y con diligencia. No durmamos, dice el
apóstol. Vivamos despiertos. Es otra forma de decir: no nos limitemos a
sobrevivir. Vivamos con intensidad cada día, cada hora. Entreguémonos a lo que
hacemos y a los que amamos. No caigamos en la acedia, como dice el papa
Francisco. No nos hundamos en la flojedad, en la vagancia, en la indiferencia.
¡Eso no es vivir!
Jesús explica la parábola
de los talentos. Pocos o muchos, todos tenemos dones y capacidades. Dios no nos
exigirá más de lo que podemos hacer, pero sí nos ha dado un potencial que
podemos multiplicar. No hacerlo es un desprecio a su generosidad. ¿Qué hemos
hecho, en nuestra vida, con los regalos que nos ha dado Dios? ¿Cómo hemos
utilizado nuestra inteligencia, nuestra voluntad, nuestro afecto y nuestra
creatividad? ¿Hemos dado todo lo que podíamos? ¿Hemos florecido y hemos dado
fruto?
Cuando Jesús dice que al que tiene poco se le quitará aun lo que tiene, no está refiriendo una injusticia. Simplemente dice que al que se guarda lo que tiene, sin querer aprovecharlo para servir a los demás, eso mismo que quiere conservar celosamente lo perderá. Hace tiempo se hizo famosa una frase: “todo lo que no se da, se pierde”. Es así: todo lo que se quiere reservar para uno mismo, se pierde; lo que se da a los demás, se gana y se recibe multiplicado. La semilla en una caja se seca y se pudre. La semilla plantada en tierra, que se abre y muere… se convierte en una preciosa planta viva. Démonos, entreguémonos y seamos diligentes. En el trabajo hecho con amor nos encontraremos a nosotros mismos. Y encontraremos a Dios.
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