Las lecturas de este
domingo, festividad de Jesucristo, rey del universo, giran todas entorno a la
cualidad más hermosa del corazón de Dios: la misericordia, la ternura
entrañable, el amor incondicional de madre. En la primera lectura de Ezequiel
Dios se nos presenta como un pastor que va a buscar a sus ovejas descarriadas,
las recoge, las cura, venda sus heridas… ¡No quiere que se pierda una sola! En
la segunda lectura, Pablo nos habla del gran regalo que nos ofrece Dios: ya no
sólo la vida, sino una vida eterna. ¡Cuánto don inmerecido!
En la cultura cristiana
se ha dado mucha importancia a la fe y la fidelidad a la doctrina. Se ha
insistido mucho en el aspecto intelectual y moral. En el mundo protestante,
considerando la debilidad humana y nuestra continua inclinación al mal, la fe
se ha considerado lo único indispensable para salvarse. Basta la fe, no hacen
falta las obras, que siempre se quedarán cortas, para alcanzar al cielo.
Y la fe, ciertamente, es
importante. ¿Cómo no vamos a confiar en Dios, cómo no creer en él y en el
testimonio de los evangelios? Pero Jesús, en la parábola que leemos hoy, nos da
una lección muy diferente. A la hora de la verdad, cuando queramos entrar en el
banquete del cielo, ¿qué nos abrirá las puertas?
En la parábola de los
corderos y los cabritos, Jesús distingue entre dos tipos de personas. Unas son
las personas creyentes, que siempre han sido fieles cumplidoras de los
preceptos, e incluso han propagado la palabra de Dios. Pero se encuentran una
puerta cerrada y una voz que dice: ¡No os conozco! ¿Qué ha fallado aquí? Por
otra parte, encontramos todo tipo de gentes, algunas incluso personas no
creyentes, pecadoras, alejadas e ignorantes de las verdades de la fe. Pero
Jesús les abre la puerta y los invita: ¡Venid, benditos de mi Padre! ¿Qué han
hecho para merecer el cielo?
La llave que abre las
puertas del cielo se llama misericordia. Se llama amor, atención, cuidado,
mimo, compasión. Se llama alimentar al hambriento, escuchar al triste, atender
al enfermo, dar afecto al solitario. Se llama visitar al preso, vestir al desnudo,
enseñar al ignorante. Al atardecer de la vida, decía san Juan de la Cruz, nos
examinarán del amor. Es el amor, por encima de la fe y las palabras, lo que nos
salva.
En cambio, aquellas otras
personas que parecían perfectas, que incluso, como dice san Pablo, dieron la
vida por proclamar el evangelio, o se dejaron quemar vivas, o entregaron todos
sus bienes… pero no amaron, no
conseguirán nada. Si no tengo amor, de nada me sirve todo lo que haga. Claro
que las obras son importantes, ¡pero siempre con amor! Siempre desde un corazón
generoso y abierto, que ve al otro como un hermano. Ante alguien que ama, Dios
no se resiste.
El papa Francisco nunca
se cansa de insistir: ¡misericordia! ¡Necesitamos tanta! Y la Iglesia, que
muchas veces se ha endurecido y se ha mostrado parca en compasión, es la
primera que debe recuperar esta cualidad de Cristo. La Iglesia ha de ser
pastora que busca la oveja herida, la recoge y la cura, sin juzgarla, sin
apartarla.
Y esto hemos de ser los
cristianos. Porque todos somos ovejas heridas, pero todos podemos ser también
pastores, buenos samaritanos, que nos curemos unos a otros. Y Dios nos acogerá
a todos.
Ojalá hoy, al salir del templo, llevemos grabadas muy adentro estas palabras: todo lo que hacemos a los demás, se lo hacemos a Dios. Ojalá tratemos a cada persona que se cruza con nosotros con la misma delicadeza, respeto y amor como al mismo Cristo.
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