El evangelio de hoy nos presenta la conocida parábola del hijo pródigo. En ella se resumen dos actitudes humanas hacia Dios: la del autosuficiente que cree que puede comprar el cielo por sus méritos y esfuerzos y la del que busca la plenitud de la vida fuera de Dios. Son dos actitudes muy antiguas y muy actuales. ¿Cuántos de nosotros somos fariseos, creyentes interesados que pensamos que cumpliendo los preceptos ya estamos salvados? ¿O cuántos creen que Dios coarta su libertad y que hallarán la felicidad lejos de él?
Pero el gran protagonista de esta parábola es el padre. Es imagen de un Dios generoso, que perdona, que espera siempre en nosotros. Un Dios que no nos quiere esclavos ni sometidos, sino hijos, libres para amarle y responder a su amor. Es un Padre que no ahorra sus bienes: los dispensa con magnificencia. Todo lo mío es tuyo, son palabras que podemos repetirnos y que Dios también nos dirige a nosotros. Todo nos lo da. Todo lo perdona. Y no pide nada a cambio, sólo desea que acojamos su amor.
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