2013-03-09

El hijo pródigo


«Se acercaban a él todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y escribas murmuraban, diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús les propuso esta parábola, diciendo: ¿Quién habrá entre vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve y vaya en busca de la perdida hasta que la halle?».

Retrato del corazón de Dios

La narración del hijo pródigo es una de las más bellas del Nuevo Testamento. Con la figura del padre, Jesús revela las entrañas del corazón misericordioso de Dios para con su criatura.

El hijo pródigo lo tiene todo junto a su padre, pero este respeta con delicadeza su libertad, aunque sabe que su decisión los hará sufrir a los dos. La ruptura lo conmueve, pero deja marchar al muchacho libremente. Y, a partir de entonces, se asoma cada atardecer para divisar en lontananza si ve llegar a su hijo. Su corazón está volcado ante su posible regreso.

Por otra parte, el hijo, después de dilapidar su herencia, siente la necesidad de volver. Echa en falta el calor del padre. Lejos se encuentra solo y vacío, pensando en todo lo que ha perdido. Para el padre esta separación solo ha sido un paréntesis. Él espera con ansia la vuelta de su hijo.

El hijo vuelve porque, pese a su orgullo, tiene la certeza absoluta en su corazón de que el padre lo acogerá de nuevo. Por eso regresa convencido. Cuando ambos se abrazan, el dolor y el arrepentimiento del hijo se funden con la profunda alegría del padre. El abrazo acaba en una hermosa fiesta de reencuentro.

Una historia que se repite

Este relato es una historia que se repite en la humanidad cada vez que el hombre decide independizarse de Dios y alejarse de Él. El hijo pródigo es reflejo de aquellas personas que olvidan que todo cuanto tienen es don de Dios y deciden derrochar su existencia a espaldas de aquel que les ama sin medida.

Llega un momento, trágico, en que el ser humano se encuentra desnudo ante su soledad. Todos los bienes que ha disfrutado resultan efímeros y no sirven para alimentar su alma. Se siente vacío. Conoce su finitud y su miseria, y pasa hambre. Es una necesidad no solo física, sino de afecto, de sentido, de esperanza. Quizás una de las hambres más terribles que puede padecer la persona es no tener un motivo para vivir y luchar cada día, una razón para levantarse, respirar y agradecer su existencia.

Entonces llega la añoranza de la calidez perdida. Movido por la sed, el corazón humano puede cambiar su rumbo y regresar a la fuente de la vida. No todas las personas dan este paso, sino aquellas que saben sincerarse consigo mismas, abrirse y pedir ayuda. La confianza en la bondad del Padre da la fuerza necesaria para volver. Es misión de la Iglesia ser fiel reflejo de la misericordia de Dios. Los cristianos hemos de brindar respeto, tacto y comprensión. De lo contrario, los alejados de Dios nunca sentirán la confianza necesaria para acercarse.

La lógica del perdón

Pero, en estas ocasiones, la bondad y la misericordia no siempre son entendidas. Así, vemos como el hermano mayor siente celos y se enfada con su padre por lo que ha hecho con su hermano menor. De nuevo se produce un alejamiento y una ruptura. El que no se había ido, en realidad está lejos del corazón del padre. Y este vuelve a sentir otro dolor: el de su hijo mayor, que también lo tiene todo, pero no entiende su amor compasivo. A pesar de todo, el padre quiere continuar la fiesta. Porque su hijo perdido estaba lejos y ha vuelto; lo daban por muerto y lo han recobrado vivo.

Los cristianos vivimos en una comunidad, cobijados en el regazo de Dios. Pero muchas veces tampoco entendemos la lógica de su amor y de su perdón. Como el hermano mayor, nos creemos privilegiados por ser obedientes y cumplidores con nuestro deber, y nos erigimos en jueces de los demás, a quienes condenamos sin miramientos. Hemos de entender que uno de los rasgos característicos del cristiano es el perdón. Sin reconciliación no puede haber fiesta ni eucaristía. El perdón, que no lleva cuentas de los agravios, que es inmensamente olvidadizo, es una de las claves del amor de Dios al ser humano.

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