10º Domingo del Tiempo Ordinario
… he aquí que sacaban
a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, que era viuda, e iba con ella
gran acompañamiento de personas de la ciudad. Así que la vio el Señor, movido a
compasión, le dijo: No llores. Y, acercándose, tocó el féretro. Y los que lo
llevaban se pararon. Dijo entonces: Joven, yo te lo mando, levántate. Se
incorporó el difunto, y comenzó a hablar. Y Jesús lo entregó a su madre.
Lc 7, 11-17
Siempre en camino
Los evangelistas, especialmente Lucas, subrayan en Jesús el
verbo caminar. Son muchas las
lecturas del evangelio que señalan que el Señor “va de camino”. Con estas
expresiones, el autor sagrado nos muestra a un Jesús que siempre está en marcha
y sólo se detiene para rezar o descansar lo poco que puede. Su vida está llena
de acción y en él se da una dinámica constante que lo lleva a acercarse a los
demás, especialmente a los que sufren y sienten dolor, a los pobres y a los
abandonados. En una cultura que desprecia y considera maldecidos por Dios a los
pobres y a los enfermos, Jesús corre a calmar el corazón de estas personas
desoladas. Su cometido es anunciarles el amor del Padre. Les trae la paz y les
ayuda a descubrir que, Dios también les ama y que, en él, hasta el sufrimiento
tiene sentido.
En su caminar, Jesús siempre va acompañado de discípulos,
amigos y gentes que lo siguen. Han descubierto en él la bondad de Dios y su
enorme capacidad para conectar con las necesidades y el corazón de la gente.
Muchos encuentran en él la respuesta a su dolor.
Movido por la compasión
Esta vez, se dirige a una ciudad llamada Naín y se encuentra
con un sepelio. La muchedumbre acompaña el entierro de un joven, hijo único de
una viuda. Muchos arropan a la desconsolada madre que solloza durante el
recorrido. La compasión también conmueve a Jesús, que se acerca y consuela a la
mujer.
Ante el dolor, Jesús nunca pasa de largo. Descubrimos en él
un hombre sensible y atento al dolor ajeno.
Emocionado, camina hasta el féretro y con voz recia le ordena al
muchacho que se levante.
¡Levántate! Cuántas veces nuestra propia vida es un sepelio.
Caminamos hundidos, desencajados, yertos. Nuestra existencia se desliza en la
oscuridad o se encierra en una penumbra de ataúd. Sin el Espíritu Santo,
nuestro cuerpo es una osamenta que no se aguanta ni se adhiere a nosotros
mismos. Encerrados en nuestro egocentrismo, vivimos sin vivir por temor a
abrirnos.
Hoy, Jesús también nos dice a nosotros: ¡levantaos! Salid de
vuestros ataúdes, de vuestro vacío. Dejad atrás las tinieblas del miedo.
Levantarse y vivir
Jesús tiene la potestad divina para levantar nuestra vida,
pero para ello es necesario que nuestra respuesta esté libre de temor y sea una
decisión lúcida y voluntaria.
Si no entendemos la vida como donación, como un vivir para
los demás, nos faltará esa luz. ¡Cuántas veces, cuando hemos decidido hacer
algo por los demás, nos hemos sentido más vivos que nunca!
San Juan nos dice que quien ama, vivirá para siempre. El
cristiano está llamado, no a enterrar muertos, sino a dar vida. ¡Cuánta gente
muere sin conocer la hermosa aurora de una vida nueva, que empieza aquí y
ahora! Cuando nos abrimos a Dios, él nos hace sentir trascendidos. Por su encarnación, Jesús nos ha visitado y
se ha querido quedar para siempre con nosotros. Lo podemos encontrar ahí, en el
sagrario, siempre cercano, siempre presto a ocupar un lugar en nuestro corazón.
Esta es la gran noticia que debemos proclamar los cristianos.
Dios está siempre con nosotros. En esta certeza encontramos la fuerza para
levantarnos y resurgir cada día.
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