7º domingo tiempo ordinario - A
Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo”, y aborrecerás a tu enemigo. En cambio, yo os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Mt 5, 38-48
De la ley al amor
En la anterior lectura, Jesús nos hablaba de superar la ley y el cumplimiento riguroso y frío de los fariseos. Apelaba a la amplitud de nuestro corazón y a nuestra capacidad de amar y ser generosos. Hoy, Jesús da un paso más allá. No basta con poner el corazón en aquello que hacemos, sino en rebasar el sentimentalismo y los afectos y aspirar a un amor más grande: un amor a la medida de Dios. Y va repasando una serie de situaciones conflictivas y actitudes muy humanas que casi todos nos encontramos a lo largo de nuestra vida.
Jesús nos llama a estar serenos ante las ofensas, a huir de la venganza y no devolver golpe por golpe: “pon la otra mejilla”. Esta actitud, más allá de la resignación o la pasividad, es la que nos permite romper las espirales de violencia. Devolver mal con bien cuesta, pero es la única forma, a la larga, de atajar la agresión y esas cadenas interminables de acusaciones, agravios y revanchas.
También nos aconseja evitar la mezquindad y la violencia solapada bajo el legalismo, que tantas disputas ocasiona entre las personas: “a quien te quiera quitar la túnica, dale también la capa”. Cuántos pleitos, cuántas discusiones y rupturas familiares se dan por cuestiones de herencia. Cuántas riñas entre vecinos o compañeros de empresa por el dinero, por conseguir un poco más que el otro, por reclamar lo que creemos nos corresponde por justicia. La mera legalidad no puede resolver esto. Los juzgados se ven saturados de casos por estos motivos. Y tal vez un veredicto logre zanjar la situación, pero jamás podrá recomponer las amistades rotas o los lazos familiares heridos.
Cuánto mejor sería relativizar los bienes materiales y no anteponerlos jamás a las personas. Cuántos conflictos evitaríamos.
Jesús nos exhorta a ser generosos, más allá de lo que se considera “justo”: “a quien te obligue a caminar una milla, acompáñale dos”. Cuando estamos en situación de necesidad o precisamos de apoyo, compañía o auxilio, en el fondo de nuestro corazón esperamos que alguien sea solidario con nosotros. ¿Sabremos ponernos en la piel del que sufre o está necesitado?
Finalmente, llegan sus palabras más fuertes: amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen. Amar sólo a los nuestros, a nuestra familia, a nuestro grupo, a la gente de nuestra misma nacionalidad, a los que piensan como nosotros, es una pobre medida del amor. Así se forjan las lealtades de grupo, pero también los elitismos, el orgullo de clase social o de raza y, llegando a un extremo, las xenofobias. Jesús nos llama a amar a quienes nos resultan lejanos, pero aún más: a quienes tal vez están muy cerca de nosotros, pero nos están causando un daño. Amar a quien te está perjudicando, criticando; a quien busca tu ruina… Amar y perdonarle. Rezar por él. Hablar bien de él. Quizás nos parezca excesivo. Demasiado heroico. Al alcance de Jesús, porque es Dios, pero imposible para nuestros pequeños corazones tan reacios a ensancharse.
Sin embargo, Jesús no nos pide nada que no podamos asumir. ¿No seremos capaces de más?
Imitar la bondad de Dios
Los antiguos manuales de espiritualidad hablaban de imitar a Dios como ideal de vida. Y Dios, ¿cómo es? Es amante y magnánimo con todos, sin distinción. “Hace salir su sol sobre justos y pecadores”, dice Jesús, identificando a Dios con esa bella imagen del astro que todo lo ilumina, sin discriminar un rincón de la tierra. Jesús así lo hizo, y dio testimonio, perdonando, clavado en cruz, a sus verdugos y a quienes se burlaban de él en su agonía.
Imitar a Cristo no es nada loco ni idealista: debería ser la meta de todo cristiano que quiera vivir coherentemente su fe.
¿Es imposible? Pensemos en tantos santos, cuyas vidas reproducen la del mismo Cristo, en sus momentos de gozo y de pasión, de gloria y también de cruz. Todos ellos conocieron el amor, la persecución, el éxito en algún momento, quizás, pero también el rechazo y, muchas veces, la prisión y hasta la muerte.
Dios nos regaló un alma inmensa. Más aún, nos ha hecho hijos suyos. Y todo hijo se asemeja a su padre. Tenemos, además, la fuerza de Cristo, que nos alimenta en la eucaristía. Y la del Espíritu Santo, presente siempre que nos reunimos en su nombre. Con tales ayudas, con tal efusión de amor y fuerza, ¿no vamos a ser capaces?
Recemos y pidamos ayuda a Dios. Cuando le pedimos algo bueno, no dudemos ni un instante: nos lo concederá.
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