2014-02-07

Sal y luz



5º domingo tiempo ordinario 


Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? 
Mt 5, 13-16 

 Jesús se dirige a sus discípulos con el deseo de despertar en ellos el sentido de su vocación. Los va preparando para que, poco a poco, vayan asumiendo que la palabra y el mensaje que van a anunciar implicará ir más allá de la adhesión a su maestro. No sólo van a proclamar la buena nueva, sino que la harán suya, convirtiéndose en auténticos testigos del amor en medio del mundo. 

Dar sabor y sentido 


Los llama la sal de la tierra y los envía a un mundo apático, tedioso y frío que necesita algo que le dé vida y esperanza. Ser sal es dar gusto y sentido a la vida, es hacer apetecible la palabra de Dios a esas almas insípidas que necesitan recuperar la vitalidad. 

Ser sal significa también preservar. Antiguamente, cuando no existían las neveras, se utilizaba la sal para proteger y mantener los alimentos, evitando que se estropearan. La capa de sal sobre el alimento lo hacía más duradero. El testimonio cristiano, así, se convierte en un revulsivo que da sentido a quienes han caído en la desesperanza y el hastío. La Iglesia necesita testimonios vigorosos para alimentar la fe de otros muchos que viven sus vidas sumidos en una profunda amargura. 

Dios quiere que todos los cristianos seamos sal y que sepamos condimentar las diferentes experiencias que tenemos que ir tragando y asimilando en nuestra ajetreada existencia. Porque si no nos convertimos en auténticos y tenaces testigos, Jesús nos dirá que de nada sirve rezar, venir a misa o incluso dar el diezmo de cuanto tenemos. Si no convertimos nuestra fe en obras de amor, si nos quedamos en el puro cumplimiento de unos preceptos, no es suficiente. Dios nos pide que nos transformemos en platos sabrosos para que otros se alimenten de la bondad de Dios. 

Si no nos entregamos como misioneros a la causa de Cristo, ni siquiera nuestra formación doctrinal y teológica nos servirá. Dios necesita testigos vivos, no sólo grandes cumplidores o extraordinarios eruditos de su palabra. Dios quiere que entreguemos nuestras vidas para que otros lo puedan conocer y amar, tal como lo hizo Jesús. 

Alumbrar el mundo 


«Vosotros sois la luz del mundo». Cada cristiano es una antorcha viva que alumbra a los demás. Por el regalo de la fe que se le ha dado, participa de la misma luz de Cristo. En el sacramento del bautismo decimos: «recibe la luz de Cristo». Desde que entramos a formar parte de la Iglesia, hemos recibido el don divino de la luz de Dios. Cada cristiano recibe el mandato de iluminar, de convertirse en llamarada de fuego del Espíritu Santo para arrojar luz a los corazones que viven en las tinieblas del egoísmo. 

El don sobrenatural que hemos recibido nos convierte en potenciales faros de luz, que indican hacia qué rumbo hemos de dirigir la nave de nuestras vidas. Pidamos a Dios, con insistencia, que el fuego luminoso de su Espíritu nos convierta en masa incandescente de amor para ofrecerse a todos aquellos que viven en la penumbra. Mirando al rostro iluminado de Cristo, nuestros ojos y nuestra alma se llenarán de su destello. Ahora, más que nunca, en estos momentos en que parece que la llama de la fe vacila y se apaga en medio de la sociedad, hemos de hacer revivir en nosotros la potencia de la luz de Cristo resucitado.

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