Exaltación de la Santa Cruz from JoaquinIglesias
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenarlo, sino para que el mundo se salve por él. Juan 3, 13-17.
En su encíclica Deus Caritas est, Benedicto XVI nos recuerda que el amor de Dios se despliega en dos vertientes: el ágape y el eros.
El ágape es el amor oblativo y generoso, que busca únicamente el bien del otro. Es un amor de amistad y aprecio profundo y sincero.
El eros es el amor del deseo: anhela poseer lo que le falta y aspira a una unión profunda con el amado. En la Biblia, profetas como Oseas, Isaías o Ezequiel utilizan imágenes audaces y un lenguaje ardiente y apasionado para explicar el amor de Dios hacia su pueblo. Israel es a menudo comparado con una novia o una esposa.
El amor de Dios es sin duda ágape: el hombre tiene necesidad de Dios y es Dios quien desciende para darse. Pero el amor de Dios es también eros. Dios muestra su predilección hacia su pueblo más allá de toda motivación humana. Ambos, eros y ágape, son las dos caras del amor de Dios, que se entrega gratuitamente pero que, al mismo tiempo, desea el amor de su criatura.
La cruz revela el amor de Dios, expresado en infinita misericordia y sacrificio. Para Adán, la muerte era signo de soledad e impotencia. En Cristo, la cruz significa un acto de supremo amor.
Cristo en la cruz expresa el impresionante amor de Dios al hombre. En la cruz se unen y se iluminan mutuamente el amor eros y el amor ágape.
La vertical de la cruz expresa el movimiento ascendente-descendente de Dios: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre”. La línea horizontal es símbolo de los brazos de Cristo, abiertos para acoger y salvar a toda la humanidad.
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenarlo, sino para que el mundo se salve por él. Juan 3, 13-17.
En su encíclica Deus Caritas est, Benedicto XVI nos recuerda que el amor de Dios se despliega en dos vertientes: el ágape y el eros.
El ágape es el amor oblativo y generoso, que busca únicamente el bien del otro. Es un amor de amistad y aprecio profundo y sincero.
El eros es el amor del deseo: anhela poseer lo que le falta y aspira a una unión profunda con el amado. En la Biblia, profetas como Oseas, Isaías o Ezequiel utilizan imágenes audaces y un lenguaje ardiente y apasionado para explicar el amor de Dios hacia su pueblo. Israel es a menudo comparado con una novia o una esposa.
El amor de Dios es sin duda ágape: el hombre tiene necesidad de Dios y es Dios quien desciende para darse. Pero el amor de Dios es también eros. Dios muestra su predilección hacia su pueblo más allá de toda motivación humana. Ambos, eros y ágape, son las dos caras del amor de Dios, que se entrega gratuitamente pero que, al mismo tiempo, desea el amor de su criatura.
La cruz revela el amor de Dios, expresado en infinita misericordia y sacrificio. Para Adán, la muerte era signo de soledad e impotencia. En Cristo, la cruz significa un acto de supremo amor.
Cristo en la cruz expresa el impresionante amor de Dios al hombre. En la cruz se unen y se iluminan mutuamente el amor eros y el amor ágape.
La vertical de la cruz expresa el movimiento ascendente-descendente de Dios: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre”. La línea horizontal es símbolo de los brazos de Cristo, abiertos para acoger y salvar a toda la humanidad.
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