Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad… Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Mt 18, 15-20.
Corregir con amor, un deber cristiano
La palabra del Señor toca hoy un tema delicado: la corrección fraterna, es decir, avisar y reprender a alguien cuando, a nuestro juicio, se ha equivocado o ha obrado mal.
Es un deber cristiano corregir al que yerra. En la primera lectura del profeta Ezequiel (Ez 33, 7-9) Dios le ordena poner en práctica la reprensión para salvar a quien obra mal. Amar comporta ofrecer ayuda y también, cuando es necesario, el aviso y la corrección.
Pero también es importante saber decir las cosas para que nuestra advertencia sea educativa y no dañe a la otra persona. Cuando alguien se equivoca puede tener sus razones, por eso conviene escuchar siempre antes de emitir un juicio severo sobre su conducta. Todos nos equivocamos, una y otra vez. Y nos cuesta admitirlo. En cambio, parece que juzgar y reprender a los demás nos resulta más fácil. Pero no todos sabemos corregir adecuadamente.
Claves para una corrección fraterna
Jesús nos da varias claves para que nuestra corrección sea fraterna y efectiva. Es necesario tener libertad y confianza con la otra persona para poder señalar aquello en lo que creemos que ha errado. Si no existe un vínculo cercano con ella, una relación próxima y de afecto, la corrección será infructuosa. Sólo podremos corregirla si la consideramos como un hermano, mirándola con amor y comprensión. Si comenzamos a juzgar a los demás, como inquisidores, basándonos en criterios rígidos y personales, dejando a un lado toda consideración y muestra de caridad, nuestros avisos no ayudarán a nadie.
Otra característica de la corrección fraterna es la discreción. De ahí que Jesús insista en el carácter privado, o entre dos o tres personas, a la hora de reprender. Sólo en última instancia se recurrirá a toda la comunidad para amonestar al que se equivoca.
Finalmente, es el amor el que da la potestad para “atar y desatar”, en la tierra y en el cielo, como indica Jesús a sus discípulos. Sin amor, la corrección no tiene sentido.
En el fondo, Jesús está hablando de la unidad. Cuando alude a la comunidad, está recordándonos que, si no hay amor, no es posible consolidar un grupo humano. Y en esa comunidad hay que ayudar a sacar lo mejor que tiene cada persona, quitando lo malo y lo destructivo y potenciando sus cualidades. Para ello es imprescindible tener una conciencia de fraternidad y de unión. Por encima de las diferencias, todos somos hermanos e hijos de Dios.
El valor de la oración comunitaria
Este evangelio tiene una segunda parte, tan importante como la primera: “Si dos o tres se ponen de acuerdo para pedir algo, mi Padre del cielo se lo dará”. La oración personal tiene un enorme sentido, porque enriquece nuestra amistad con Dios. Necesitamos espacios de soledad e intimidad con él. Pero también es necesario aprender a pedir cosas junto con los restantes miembros de nuestra familia o comunidad. Muchas veces, las peticiones individuales son dispares y, si tuviéramos que ponernos de acuerdo, nos costaría pedir todos a una. La plegaria comunitaria revela la unidad, ¡y Dios la escucha con tanto agrado! Cuando pedimos las cosas desde la sinceridad y con un solo corazón, Dios presta especial atención, pues quiere que seamos uno en las peticiones importantes para el bien humano.
Hoy el mundo atraviesa una gran sequía espiritual. Pidamos por las personas que agonizan de sed de Dios. Roguemos para que se llenen los pantanos vacíos del ser humano, hambriento de ternura, de amor, de sonrisas…, sediento de Dios.
Y pidamos con confianza, porque quien no confía acaba secándose en la aridez de la desesperanza. Seamos conscientes de que Dios oye la plegaria de muchas voces unidas. Su deseo no es otro que nuestra felicidad y plenitud.
Dios colma nuestro vacío
Muchas personas hemos tenido experiencias vívidas de Dios. Lo hemos sentido a nuestro lado, en momentos difíciles o cruciales de nuestras vidas. Nos ha ayudado, jamás nos ha olvidado. Siempre nos espera, siempre nos socorre. En cambio, nosotros a menudo nos olvidamos de él.
El olvido de Dios nos hace correr, angustiados, inquietos y siempre deseosos de tener más. Nuestro vacío existencial pide ser colmado y muchas veces lo llenamos de dinero, de bienes, de distracciones y de tantas otras cosas que, en realidad, nunca nos acaban de satisfacer.
Ni el poder económico, ni la fama, ni siquiera los logros intelectuales pueden llenarnos como lo hace Dios.
Jesús nos trae a Dios. Se hace presente, de forma muy especial, en la eucaristía. Cada vez que lo tomamos podemos alimentarnos y llenarnos de él. Pero, además, nos dice Jesús: “Allí donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo”. Podemos encontrarlo, no sólo en los sacramentos, sino en los demás. En los hogares, en medio de la lucha social por la justicia, en los grupos…, allí donde haya corazones abiertos al amor lo encontraremos.
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