3r Domingo de Adviento - B from JoaquinIglesias
He aquí el testimonio
de Juan, cuando los judíos le enviaron de Jerusalén sacerdotes y levitas para
preguntarle: Tú, ¿quién eres? Él confesó y no negó: Yo no soy el Cristo… Yo soy
la voz que clama en el desierto: enderezad el camino del Señor, como lo tiene
dicho el profeta Isaías… Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está
uno a quien no conocéis. Él es el que ha de venir después de mí, y a quien no
soy digno de desatar la correa de su sandalia.
Jn 1, 6-8, 19-28.
La liturgia contempla la
tercera semana de Adviento como la semana de la alegría, en medio de estas
cuatro semanas en las que se hace hincapié en otros temas de carácter moral.
San Pablo en su carta nos dice: “Estad contentos en el Señor.” Estas hermosas
palabras definen el talante pascual del cristiano.
Juan, puente hacia Cristo
El evangelio de este
tercer domingo nos propone de nuevo meditar sobre la figura de San Juan
Bautista como el anunciador de la esperanza a su pueblo. Juan insiste en que él
sólo es testigo del que tiene que venir. Él nos prepara para el gran
acontecimiento de la venida del Señor. Es testimonio de la luz
que ilumina el corazón de la humanidad. Es la voz, el eco que, con fuerza, nos
exhorta a abrir nuestro corazón para el encuentro con Dios. Él bautiza con
agua, para que lavemos nuestra alma y nos preparemos. Pero Jesús, el que viene,
bautizará con el fuego del Espíritu Santo, para encendernos en su amor y elevarnos
hasta ser hijos de Dios.
La lectura del evangelio nos
narra aquella escena en que los fariseos se acercan a Juan el He Bautista y le
preguntan: “Tú, ¿qué dices de ti mismo”. Es una pregunta que podemos hacernos
hoy: ¿Qué decimos los cristianos de nosotros mismos? Juan reconoce con humildad
que no es nadie. No es un profeta, ni el Mesías esperado. Es simplemente “una
voz que clama en el desierto, para allanar los caminos del Señor”. Podríamos
decir que éste es el talante cristiano. Reconocemos que no somos nada y que
todo cuanto tenemos es puro don de Dios. Juan se considera a sí mismo como un
puente; el verdadero protagonista de la salvación es Cristo.
Elevar la voz en medio del mundo
Es importante que, de
tanto en tanto, los cristianos nos planteemos seriamente qué pensamos de
nosotros mismos. Nuestra vida cristiana, ¿es una vida entusiasta? Lo que
decimos y hacemos, ¿guarda una coherencia profunda con nuestra existencia
cotidiana? ¿Somos gente de esperanza? ¿Creemos lo que decimos? ¿Somos Iglesia
militante en medio del mundo, desafiando la apatía? Al menos deberíamos poder
decir, como San Juan: somos una voz que clama en el desierto. Una voz recia,
tenaz, convencida de aquello que está proclamando. Elevar la voz implica asumir compromisos de
tipo social, político, cultural y moral. Así lo hace la Iglesia cuando se
pronuncia acerca de determinados temas que afectan a la sociedad. Cuando se trata de respetar y defender la
dignidad humana y la libertad de la persona no hay que tener miedo a definir
nuestra postura cristiana ante el mundo.
Si los cristianos no
estamos encarnados en el mundo de las ciencias, de la cultura, de la política,
de la comunicación; si no estamos presentes ahí, la sociedad se irá apagando y los
valores cristianos serán desplazados. Por esto es importante hablar con voz
firme y sonora, que en algún momento será denuncia profética. A veces hay que
decir: no estamos de acuerdo. No somos niños pequeños, somos adultos y tenemos
criterio.
Ejerzamos la adultez
cristiana. La fe cristiana es lo suficientemente trasformadora como para cuestionar
ciertos criterios de la política, la economía, las ciencias, la cultura... Si
de verdad creemos en Jesús de Nazaret, esto debe reflejarse en nuestra vida. Entre
aquello que creemos y nuestra manera de obrar no puede haber un abismo. Los
cristianos hemos de ser las voces de los que no tienen voz, teniendo siempre
presente a Jesús como guía y salvador.
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