Al anochecer de aquel día, el día primero
de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por
miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
—Paz a vosotros.
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el
costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús
repitió:
—Paz a vosotros. Como el Padre me ha
enviado, así también os envío yo.
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre
ellos y les dijo:
—Recibid el Espíritu Santo; a quienes les
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les
quedan retenidas.
Jn 20, 19-23
La familia de
Dios
En esta fiesta celebramos
un acontecimiento clave en nuestra historia: el nacimiento de la Iglesia. No se entendería el largo
trayecto de más de dos
mil años de Cristianismo sin el soplo del Espíritu Santo sobre los primeros
discípulos.
Ese Espíritu Santo que
descendió sobre los apóstoles es el mismo que recibimos en el Bautismo, en la Confirmación y en la Eucaristía. Siempre
presente, vela por nosotros.
Muchas personas
argumentan diciendo que creen en Dios, pero no en la Iglesia , y dicen no
necesitar de una institución para relacionarse con él. Pero nuestra adhesión a
Jesús implica algo más que la fe individual y personal. La verdadera adhesión a
su mensaje nos lleva a vivir en comunidad. No podemos vivir la fe en solitario,
al margen de la
familia de la
Iglesia. Necesitamos un sentido de pertenencia a una comunidad. Más allá de la
liturgia, ser cristiano significa sentirse parte de la familia de Dios y
saber vivir las consecuencias de esta experiencia puertas afuera, en medio del
mundo.
La eucaristía no es otra
cosa que pregustar el paraíso, saborear un anticipo de la eternidad que nos
espera. Pasado el umbral del templo, ¿somos testimonios vivos de esta
experiencia de cielo en la tierra? Nuestra actitud al salir de la celebración debería
ser un testimonio de profunda gratitud a Dios por el regalo de su Espíritu.
Herederos de una misión
Para los cristianos es
importante sentirnos familia, pertenecientes a una realidad trascendente en
medio del mundo. Somos parte de Dios y herederos de la misión que Jesús dio a
sus apóstoles: «Id y predicad la buena nueva a todas las gentes». Como los
atletas, hoy tomamos el relevo de esa misión y estamos llamados a llevar el
fuego del Espíritu Santo al mundo.
La fuerza de los primeros
apóstoles fue enorme. El Espíritu caló en lo más hondo de su corazón. ¡No
tenían miedo! Jesús había atravesado los muros del cenáculo, saludándoles con
estas palabras: «Paz a vosotros». No sólo atraviesa los muros, sino que penetra
su corazón, abriéndoles el entendimiento. Vencido el miedo y las reservas, los
discípulos serán capaces de dar un salto en su fe: ahora no sólo creerán, sino
que darán su vida. No permanecen quietos y salen a predicar.
Un fuego que cala hondo
El Espíritu Santo colma a
los discípulos de alegría. Ante la recepción de un regalo tan grande, ¡qué
menos podemos hacer que alegrarnos! Hemos de salir de nuestro
cenáculo interior, cerrado y egoísta, abandonar nuestras miserias, resquebrajando
la rígida estructura humana, y dejando que la brisa fresca del Espíritu penetre
en nuestro corazón, para darnos fuerza y entusiasmo.
Celebramos el nacimiento
de la Iglesia
en el mundo. Celebramos que quien está a nuestro lado es nuestro hermano.
Nuestro hogar es éste. Nuestra familia va más allá de los vínculos de sangre o
de las ideologías: nos une el amor de Dios. Pese a nuestras flaquezas somos
llamados a generar Reino de Dios en el mundo. Hemos de llenar el mundo de esperanza , de
ilusiones, de solidaridad. Hemos de ser bálsamo para los pobres y para los que
sufren, tónico para el alma que padece. Ante el dolor y el sufrimiento ―dos realidades muy humanas― la esperanza se erige como un anhelo genuino de
toda persona. La esperanza y el amor salvan al hombre de perderse en el vacío.
Cada domingo somos
convocados a misa por el Espíritu Santo. Él está presente. Sepamos atisbar más
allá de la realidad inmanente y veremos que nuestro horizonte se abre hacia la
eternidad. ¡Vale la pena creer! Hoy, hemos de salir con alegría de este templo.
Recemos mucho por nuestros barrios y ciudades y trabajemos por su bienestar.
Para ello, Dios nos llena y nos colma con su mayor regalo: el Espíritu Santo.
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