Hechos 15, 1-29
Salmo 66
Apocalipsis 21, 10-23
Juan 14, 23-29
En las tres lecturas de
este domingo hay un protagonista silencioso pero muy activo que a menudo olvidamos: es el
Espíritu Santo, este dulce huésped del alma que está siempre presente y que es
el fuego que anima la Iglesia y nuestra vida cristiana.
El Espíritu Santo es la
presencia de Dios que brilla en la Jerusalén celestial de la visión de San
Juan, en el Apocalipsis. En esta ciudad no hay templo porque Dios mismo y el
Cordero, Jesucristo, son el santuario. Tampoco hay sol, ni luna, ni estrellas,
porque la misma luz de Dios la alumbra.
El Espíritu Santo es el
que ilumina el entendimiento de los apóstoles cuando surgen disputas en las
primeras comunidades. ¿Cómo resuelven los dilemas? Rezando, en grupo y contando
con el buen consejo del mejor aliado: el propio Espíritu de Dios. Por eso en la
carta enviada a los cristianos de Antioquía, Siria y Cilicia, los de Jerusalén
dicen: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros…» Una decisión reflexionada
con calma, tomando a Dios como consejero, seguro que será acertada, la mejor
para todos. ¿Actuamos así en nuestras vidas? Cuando tenemos problemas, ¿nos
detenemos a rezar, a poner el problema ante Dios y a deliberar con la ayuda de
su Espíritu Santo? ¡Lo primeros cristianos nos dan ejemplo!
En el evangelio leemos
una parte de las palabras que Jesús dirige a sus discípulos, en la última cena.
Les habla de lo que sucederá tras su muerte y resurrección. Ellos ahora quizás
no entienden, él les da ánimos y los avisa para que, llegado el momento, crean
en él. El Espíritu Santo les dará el don de comprensión y les enseñará todo lo
que necesiten. Les dará fuerza, lucidez, coraje, inteligencia y una inmensa
capacidad para amar y entregarse. Con él, jamás se sentirán solos. Será el lazo
que los mantenga unidos con Jesús y con el Padre. El Espíritu es el fuego que
los animará y les infundirá una paz que nadie les podrá quitar.
Hoy los cristianos
tenemos mucha necesidad de recordar a este Espíritu de amor y de unidad. Lo
necesitamos como agua de mayo para regenerar nuestra vida espiritual y
comprometernos de verdad con nuestra comunidad y con el mundo. Todos estamos
llamados a ser apóstoles, cada uno en su lugar y de una manera distinta.
Invocar al Espíritu y escuchar su voz, con docilidad y apertura de corazón,
puede cambiar nuestras vidas y las de muchos que viven a nuestro alrededor.
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