Hechos 5, 12-16
Salmo 117
Apocalipsis 1, 9-19
Juan 20, 19-31
Jesús se aparece a los suyos. Entra en
la casa cerrada sin abrir puertas ni ventanas, pero no es un fantasma. Tampoco
es una visión ni una experiencia íntima, fruto del deseo, la añoranza o la
imaginación. Su presencia es real, física, palpable. Tanto que los discípulos
no salen de su asombro y explican con torpeza la experiencia del encuentro. ¡No
es de extrañar que Tomás desconfíe! ¿Quién de nosotros creería en un muerto que
vuelve a la vida?
Hoy, dos mil años después, los
cristianos estamos como Tomás. Tenemos el testimonio de los apóstoles y toda la
tradición de la Iglesia que nos ha transmitido los encuentros con el
Resucitado, la alegría de un evento único en la historia, que todo lo cambia.
Si en la antigüedad la resurrección era un deseo, una esperanza o un mito
consolador, después de Cristo la resurrección es una promesa con una prueba
cierta. Como escribe san Juan: «Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de
los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo». Esa vida eterna que
inaugura Jesús es para todos, ¡de esta noticia nace la Iglesia! El mensaje de
la Iglesia es que estamos llamados a una vida plena, querida por Dios. Si esto
no fuera cierto, ¿tendría sentido todo lo que hacemos como creyentes? Pero los
cristianos de hoy, como Tomás al principio, tampoco lo hemos visto físicamente.
A veces nos cuesta creer en la resurrección y nos dejamos seducir por teorías
que casan mejor con nuestra mente racional. No son pocos los que creen que la
resurrección es un simbolismo, una experiencia mística o una alucinación
colectiva. Y si nos esforzamos por creer, aún nos queda un paso. ¿Vivimos de
verdad con la alegría enorme de saber, de cierto, que estamos llamados a una
vida resucitada, eterna, gloriosa, junto al Amor de los Amores que nos crea y
recrea cada día?
Jesús repite una palabra a los suyos, y
a nosotros: Paz. Paz a vosotros. Paz, que en hebreo es mucho más que calma y
sosiego. Paz que es plenitud, gozo, riqueza de espíritu y vida abundante. Paz,
porque con él lo tenemos todo. Y, arraigados en esta paz, ¡coraje! Jesús nos
manda en misión, acompañados de su Espíritu. La alegría de la buena noticia no
es un tesoro para guardar en una caja fuerte. ¡El mundo espera! Quienes crean,
desde la fe, aún sin ver vivirán ya esta vida resucitada. Porque creer es
propio de la noche, cuando aún no se ve. La fe es una virtud que ilumina las
tinieblas. Cuando veamos cara a cara, como Tomás, ya no será necesario creer,
sino simplemente rendirnos a la evidencia y dejarnos amar.
¿Cuándo veremos? En cierto modo ¡ya
estamos viendo! Cada vez que acudimos a misa y tomamos el cuerpo de Cristo lo
estamos, no viendo, sino comiendo,
haciéndolo parte de nosotros. ¿Somos conscientes de ello? Si lo fuéramos, como
Tomás, caeríamos de rodillas y de nuestro corazón brotaría un grito de
adoración y gratitud: ¡Señor mío y Dios mío!
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