Isaías 42, 1-7
Salmo 28
Hechos 10, 34-38
Mateo 3, 13-17
En esta fiesta del bautismo del
Señor vemos a un Juan Bautista en plena misión, junto al Jordán. En esto ve
llegar a Jesús, que también quiere bautizarse. Con intuición profética, Juan ve
quién es Jesús. ¿Cómo puede necesitar el bautismo, él que es Hijo de Dios y ya
está purificado de todo mal? Pero Jesús, ante el mundo, todavía es un hombre
más, el hijo de José y de Maria, el carpintero de Nazaret. Por eso dice que hay
que cumplir con toda justicia. Se deja bautizar en las aguas y Juan así lo
acepta.
Pero ¿qué sucede? Su bautizo no es
como los demás. Aparentemente nada ha cambiado. Pero en ese momento el cielo se
abre, como se abrió el día de su nacimiento. No cantan los ángeles, es la voz
del mismo Padre quien exclama, con todo su amor, ¡Tú eres mi hijo amado! Mi
gozo, mi alegría, mi complacencia. Es como el grito de ánimo del padre que da
coraje a su hijo antes de una competición, una prueba o un partido deportivo.
¡Ánimo, hijo! Te quiero y estoy contigo. Jesús va a empezar su ministerio, su
vida pública, y recibe ese empuje cariñoso de Dios, que lo reafirma. Fijaos con
qué palabras tan sencillas y hermosas: Tú eres mi hijo amado… Nada más.
El amor basta. ¡Y qué amor!
Todos nosotros hemos recibido el
bautismo. En ese día, aunque nadie lo viera, también el cielo se abrió y el
Espíritu Santo descendió sobre nosotros. Con el agua bautismal también Dios
derramó su amor. También nos miró, con enorme ternura, y nos dijo: ¡Tú eres mi
hijo amado! Tú eres mi alegría. ¡Siempre estaré contigo!
La mayoría de nosotros no podemos
recordar nuestro bautizo pues éramos muy pequeños. Pero sí podemos revivir ese momento en nuestra
oración. Hagamos silencio. Meditemos qué significa ser cristianos: ungidos,
acariciados, mimados y elegidos por Dios. Dejémonos mirar y amar por Él.
Sintámonos profundamente amados. Abrámonos a su don: él nos dará tanto como nos
atrevamos a aceptar. ¿Tendremos el coraje de recibirlo? A veces pensamos que
ser cristiano es cuestión de sacrificarse y dar mucho. Y sí, a menudo hay que
olvidarse de sí y ponerse a trabajar por los demás y por uno mismo… pero ser
cristiano, por encima de todo, es dejarse amar por Dios. Sólo su amor nos
salva. Sólo su amor nos limpia. Sólo su amor hace que nuestra vida sea algo más
que lucha, aguante o mera supervivencia. Sólo su amor nos transforma y puede
vencer nuestros miedos y mediocridades… ¿Quieres florecer? ¡Déjate bañar por el
agua viva de Dios!
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