Isaías 9, 1-4
Salmo 26
1 Corintios 1, 10-17
Mateo 4, 12-23
Convertíos porque se acerca el reino de Dios, predicaba Juan Bautista.
Jesús retomó su predicación diciendo casi lo mismo: Convertíos, porque el reino
de Dios está cerca. Pero Jesús ya no habla de un futuro. Esa cercanía es
presencia inmediata, es proximidad, es vida entre los hombres. Podríamos
decirlo, en palabras actuales: Cambiad de vida porque… ¡Dios está aquí! Dios
está entre nosotros. Sabiéndolo, ¡nuestra vida no puede seguir siendo igual!
Isaías habla de una tierra en tinieblas, olvidada y castigada por los
conquistadores de la historia. También nosotros a veces somos tierra devastada:
nos sentimos herederos de un pasado penoso, golpeados por las circunstancias y
a veces desamparados y muy solos. Pero Dios no se olvida de esa tierra
marginada; tampoco se olvida de nosotros. La gran luz que surge para iluminarla
es Jesús: él mismo, que viene a cambiarlo todo. Y viene justamente a quienes
más abandonados se sienten. Solo basta con que nos abramos a recibir esa luz.
¿Querremos abrir las puertas del alma y recibir a este invitado que viene,
con su fuego, a dar calor a nuestra existencia? ¿Nos atreveremos a dejarnos
amar por Dios? Todos queremos luz, pero a veces nos da vértigo aceptar tanto
amor. ¿Por qué? Por orgullo, por miedo, porque no queremos comprometernos a
responder... Dios nos rescata. Está siempre ahí tendiéndonos la mano. El mundo
es una riada desbordada, que nos arrastra y amenaza con ahogarnos. Él es el
primer pescador de hombres que, en su barca, navega por las aguas turbulentas
para salvarnos. ¿Nos dejaremos rescatar? Quizás este sea el primer gran cambio
al que nos invita a Jesús. No tengamos miedo, abrámonos a su palabra. Porque,
una vez Dios entra en nuestra vida, ¡todo lo renueva!
Y ¿qué ocurre con las personas que hemos sido rescatadas? Jesús dirá
nuestro nombre y nos invitará: Venid conmigo y os haré rescatadores. Venid los
que ya habéis sido salvados, y me ayudaréis a salvar a otros. Si fuéramos
náufragos rescatados del mar embravecido, una vez repuestos y fortalecidos, ¿no
sería una respuesta natural y generosa ayudar a salvar a otros? Los discípulos
responden de inmediato. Dejan las redes —su trabajo, su ambiente, su lugar
familiar, todo—y lo siguen. Sin dudas, sin demora, sin vacilar. Ante una
llamada de Jesús, no cabe otra respuesta. A partir de entonces, la vida se
convierte en una aventura llena de sorpresas, con ninguna certeza humana, pero
con toda la seguridad divina. Estamos cooperando con Dios, él lleva las
riendas, y con él no hay tinieblas ni derrota.
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