Isaías 49, 3-6
Salmo 39
1 Corintios 1, 1-3
Juan 1, 29-34
Las tres lecturas de hoy
nos hablan del profeta y el apóstol. ¿Quién es? Un enviado de Dios. Alguien que
se ha sentido amado y llamado, alguien que ha experimentado su amor y es
impulsado a comunicarlo. Alguien cuya vida ha sido transformada y quiere transmitir
esa luz a los demás. El profeta y el apóstol no son gurús de una secta ni
maestros para un grupo selecto de iniciados: su misión es llevar una buena
noticia a todo el mundo, sin discriminar a nadie. Por eso Isaías habla de ser luz de las naciones y san Pablo dice
que el pueblo santo de Dios es todo aquel que invoque el nombre de Jesucristo,
allá donde sea. El pueblo de Dios no tiene fronteras ni está limitado por una
cultura, una lengua o una nacionalidad.
El evangelio de hoy nos
habla de un profeta, el último y el más grande, Juan Bautista. Juan pudo ver
algo que sus predecesores no vieron: el mismo Hijo de Dios que otros
anunciaban, él lo tuvo ante sus ojos. Lo que para Isaías y los profetas era una
promesa del futuro para Juan se convierte en realidad presente. Dios ya no se
hace esperar más y viene, en persona, a la tierra. Viene para estar con
nosotros y, viviendo y muriendo con nosotros, enseñarnos a vivir de una manera
nueva, resucitada, plena. Con él las puertas del cielo se abren y lo divino y lo
humano, lo natural y lo sobrenatural, queda totalmente comunicado.
Pero ¿cómo viene este
Hijo de Dios? Quizás el mundo esperaba un Salvador triunfante que llegara con
majestad, con poder, con signos milagrosos indiscutibles. Un rey, un guerrero,
un sacerdote, un hacedor de milagros. Y sí, Jesús es rey, es sacerdote, obra
milagros y lucha sin descanso contra el mal. Pero no de la manera que podríamos
imaginar. No a la manera tan típicamente humana, pomposa, tendiendo al espectáculo y a la
vanidad. Jesús viene con la multitud de galileos y se pone a la cola para
hacerse bautizar. Aparece como un hombre más, humilde, dispuesto a servir y no
a ser servido; obediente al Padre y no conquistador; pacífico y no destructor.
¿Cómo definirlo? Juan exclama: ¡Es el
Cordero de Dios! Cordero: manso, víctima para poder alimentar a otros. Así
se define Jesús. Él no viene a avasallar ni a impresionar a nadie. No viene a
derrumbar imperios sino a conquistar almas, salvándolas con sus dos únicas armas:
su amor y su palabra viva, liberadora y sanadora.
Este es el estilo de Jesús, y este es el estilo que nos propone. Ser valientes como Isaías, Juan, Pablo y los profetas, y al mismo tiempo mansos y sencillos, con una actitud de servicio y humildad.
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