Ezequiel, 37, 12-14
Salmo 129
Romanos 8, 8-11
Juan 11, 3-45
Las lecturas de hoy nos
hablan de la vida y de la resurrección. Ambas están íntimamente ligadas. Hay
una vida terrena, limitada, y hay otra vida eterna a la que el hombre siempre
ha aspirado. Pero entre una y otra se levanta un abismo que para muchos es
infranqueable: la muerte.
La idea de la
resurrección va más allá de creer en una vida de ultratumba o en la
inmortalidad del alma. Resucitar significa que el cuerpo vuelve a la vida. El
alma, de hecho, no muere, pero la novedad del judaísmo y del cristianismo no es
afirmar que el espíritu vive, sino que el cuerpo también regresa a la vida. Entre
los fariseos y muchos judíos devotos creían que, un día futuro, todos los
fallecidos resucitarían de sus tumbas por el poder de Dios, tal como
anticipaban los profetas: «Cuando abra vuestros sepulcros, os infundiré mi
espíritu y viviréis». Pero Jesús hace algo más que anunciar una profecía.
Jesús, como hombre, era
afectuoso y sensible. Muere su amigo Lázaro y llora, con el mismo desconsuelo
con que todos lloramos a nuestros seres queridos. ¡No es de piedra, aunque crea
en la resurrección! Se entristece por la pérdida y se emociona ante las
lágrimas de las dos hermanas, Marta y María. Su poder divino no le quita ni un
ápice de su humanidad. ¿Podemos imaginar al mismo Dios haciendo duelo por sus
criaturas? ¡Dios no quiere que nadie se pierda! Este es Jesús: imagen viva de
la ternura de Dios. Pero no se limita a llorar y a conmoverse. Se dirige a la
tumba y ordena abrirla. ¿Por qué lo hace?
Esta resurrección de
Lázaro no fue como la de Jesús. Lázaro volvió a la vida terrenal y, seguramente
al cabo de un tiempo, envejecería y moriría como todos. Pero con este milagro
Jesús quiso enseñar algo diferente, tanto a sus amigos como a quienes lo
presenciaron.
Sólo Dios es dador de
vida. Sólo su espíritu puede infundir vida al barro y al cadáver. Resucitando a
Lázaro, Jesús muestra quién es él. Las antiguas profecías se cumplen: él abre
la tumba y el difunto revive. Si Jesús puede dar la vida, queda clara su unidad
con el Padre del cielo. El profeta de Galilea es un hombre, pero a la vez es
Dios. Además, con la resurrección de Lázaro, Jesús está escribiendo un prólogo
de la que será su propia resurrección, aunque la suya será definitiva. La fe y
la esperanza de Marta quedan confirmadas con el milagro. Ni ella ni los que
creen en la resurrección de la carne esperan en vano. Jesús, que puede dar la
vida, lo hará posible.
Por eso muchos creyeron
en él. Pero otros, que también contemplaron el milagro, se alarmaron y
resolvieron matarlo. Porque en ese preciso instante comprendieron que Jesús no
era un profeta cualquiera. Creyeron que realmente podía venir de Dios, y
justamente por eso quisieron acabar con él. ¡El Dios de la vida molesta a
quienes se sostienen en el poder de la muerte! Hay una fe luminosa, que cree y
se abre a Dios, pero hay otra fe oscura que reconoce a Dios, sí, pero rechaza
la luz. Ante la grandeza del amor se repliega y quiere destruirla. Con la
resurrección de Lázaro Jesús anticipa su Pascua, pero también da un paso más
hacia la muerte que le espera en la cruz.
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