Éxodo 17, 3-7
Salmo 94
Romanos 5, 1-8
Juan 4, 6-42
Fe y testimonio
Las tres lecturas de hoy
nos hablan de la fe. Se suele pensar que la fe es creer a ciegas algo de lo que
no tenemos certeza, pero no es esta la fe de la Biblia, ni la del evangelio. Fe
es confiar en alguien, y esta confianza no se fundamenta en el aire, en una
idea o en un deseo futuro. Confiamos en alguien porque sabemos que es digno de
confianza, porque nos ha dado muestras de su amor, de su sinceridad, de su
bondad con nosotros. A partir de esta confianza, podemos esperar que lo que nos
dice o promete es cierto y se cumplirá.
La fe en Dios no se limita
a creer que Dios existe. Fe en Dios es creer que está con nosotros, que está
por nosotros y que nos ama. Fe en Dios es confiar que nunca nos abandona y que,
por su amor, nos llama a una vida eterna. ¿Queremos pruebas? En el desierto, el
pueblo de Israel se amotinaba y protestaba porque pasaba hambre y sed. Moisés,
golpeando la roca con la vara, les mostró que Dios se preocupaba por ellos y
los proveía de agua. Dios no nos abandona en nuestra necesidad.
En su carta a los
romanos, san Pablo nos recuerda que Cristo murió por nosotros, no porque lo
mereciéramos, sino por puro amor, porque quiso. Basta esa prueba de amor para
saber que Dios nos llama a una vida resucitada y eterna, como la del mismo
Jesús. ¿Qué sentido tendría, si no, la vida de Jesús? Con su resurrección, nos
abre las puertas del cielo.
Dialogando con la
samaritana, una mujer de inquietudes profundas, Jesús rompe con los prejuicios
judíos contra las mujeres y se abre camino entre los samaritanos gracias a
ella. ¿Por qué la mujer cree en él? Por sus palabras que rezuman vida,
sabiduría, una llamada a la unión con Dios por encima de templos y leyes. Jesús
ve más allá de lo visible y descubre el corazón de las personas, sus anhelos,
su sed de trascendencia, de eternidad. ¿Por qué creen en Jesús los vecinos del
pueblo? Por el testimonio entusiasta de la mujer, primero, y por las mismas
palabras de Jesús, cuando lo escuchan. Aprendamos de esta mujer su actitud
abierta, receptiva, y su pronta disposición a anunciar una buena nueva. ¡Qué
testimonio de apostolado nos da, una sencilla mujer de pueblo, posiblemente de
no muy buena fama! Nada la frenó a la hora de anunciar al Mesías. Aprendamos también
de los samaritanos de Sicar, que escucharon y acogieron a Jesús como fuente de agua
viva.
La sed
Las tres lecturas de hoy nos hablan también de diferentes tipos de sed. La primera, en el Éxodo, es la sed más básica. Es la sed física, de supervivencia, la que debemos saciar pues de lo contrario moriríamos. Nadie puede vivir más de unos pocos días sin beber agua.
El evangelio nos habla de
la sed de Dios. Sed de unión con el Creador, sed de adoración. La mujer
samaritana expresa este deseo. Cuando Jesús le habla del agua viva ella
comprende de inmediato que no se refiere al agua del pozo, sino a otra agua que
sacia los anhelos más hondos del corazón humano: el deseo de intimidad, de unión
amorosa, de plenitud. Este deseo queda colmado con Dios.
Y san Pablo alude a otro
deseo muy antiguo en el ser humano: el ansia de vida eterna. Desde los inicios
de la humanidad el hombre ha intuido que su alma no puede perecer, como la
materia, que tiene que haber alguna forma de vida más allá de la muerte. Muriendo
y resucitando, Jesús desvela este misterio y nos revela esta otra vida que ya
se está gestando en la tierra: la vida del grano de trigo que muere y estalla
en otra vida, inmensa e inimaginable.
Dios Padre nos ha
formado. Él nos conoce y nos ama. Conoce los tres tipos de sed que nos aquejan y
nos envía a su Hijo para saciarlas todas.
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