1 Samuel 16, 1-13
Salmo 22
Efesios 5, 8-14
Juan 9, 1-38
Esta semana las lecturas
nos hablan de la luz. Jesús se presenta a sí mismo como luz del mundo. Su
presencia ilumina la vida de quienes se cruzan en su camino. La luz da brillo,
color, permite ver con claridad... pero también pone en evidencia las sombras y
los defectos. Una luz poderosa resalta lo bueno y lo malo. Solemos decir que
cuando las cosas ocultas se destapan, todo sale a la luz. Pero muchas veces nos
gustaría que ciertas cosas permanecieran escondidas, y la luz nos molesta. La
luz se asocia con la verdad, y la verdad, tal como es, a veces nos estorba, nos
asusta o nos incomoda, y queremos rechazarla.
Cuando la luz nos molesta
somos capaces de cerrar los ojos y negar incluso las evidencias. Así actúan los
fariseos: ante el milagro de Jesús devolviendo la vista al ciego no ven un acto
de misericordia, sino la infracción de una ley. No ven la mano de Dios, sino
una acción maligna. El ciego curado, que no es un letrado ni versado en la
religión, ve mucho más claro que ellos, no sólo con los ojos, sino con el
corazón.
Los cristianos de hoy
podemos pensar que estamos muy lejos de los fariseos. Pero ¿cuántas veces hemos
cerrado los ojos ante la luz de Dios? ¿Cuántas veces nos ha preocupado
disimular y ocultar nuestros fallos y miserias? ¿Cuánto nos cuesta mostrarnos
tal como somos, con el alma desnuda y humilde, sin querer fingir ni aparentar
perfección o bondad? Y cuando una persona honesta nos toca la moral, nos
irritamos y la atacamos. O la despreciamos, tachándola de simple, radical o
idealista. Cuando nuestra mediocridad y nuestra cobardía quedan en evidencia,
¡cómo nos gusta manchar la autenticidad y la valentía! Preferimos refugiarnos
en nuestras tinieblas, tan confortables… Y poco a poco resbalamos hacia una
muerte en vida.
¿Cómo hacer para que la luz
de Cristo no nos moleste? Dejándola entrar dentro de nosotros. Es una luz que
nos transforma, nos limpia y nos hace crecer. De este modo, ya no tendremos
miedo de su amor y de su gracia y podremos, un día, ser también reflejos y
transmisores de esa luz a los demás. San Pablo nos anima: «Despierta tú que
duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz». Tengamos el
valor de despertar, de levantarnos de nuestro sueño cómodo. Abramos las
ventanas del alma a la luz de Cristo. Y viviremos con plenitud.
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