2017-04-22

Alegrarse y confiar

2º Domingo de Pascua - A

Hechos 2, 42-47
Salmo 117
1 Pedro 1, 3-9
Juan 20, 19-31

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Es muy alentador recoger las frases que Jesús pronuncia después de su resurrección y que recogen los evangelios. De alguna manera, nos marcan una hoja de ruta, un programa de vida a todos los cristianos.

«Paz a vosotros». Jesús nos da la paz. Paz en hebreo es un concepto mucho más rico que en nuestra lengua. No sólo significa calma y sosiego, sino salud, prosperidad, abundancia de bienes, alegría, plenitud. Shalom es lo mejor que se podía desear a una persona: una vida buena, llena de sentido. Esto es lo que Jesús desea y trae a todos los que confían en él. Igual que los apóstoles, esta paz nos llena de alegría: ¡somos amados de Dios!

Jesús llena las almas vacías con su agua viva. Pero después nos envía a saciar la sed de muchos otros. «Como el Padre me envió así os envío yo.» Si Jesús es mensajero del Padre Dios, nosotros somos mensajeros del Hijo. Somos portadores de su paz. No se puede ser cristiano sin ser misionero. Cuando nos quejamos de que nos faltan fe y alegría, entusiasmo y empuje evangelizador, quizás deberíamos preguntarnos si lo que nos falta son ganas de compartir con otros lo que hemos recibido. De lo que damos a los demás nunca nos falta. ¿No será que los cristianos nos hemos acomodado mucho, queriéndonos quedar sólo para nosotros el tesoro de Jesús? ¿No será que nos hemos encerrado demasiado en nuestras parroquias, templos o grupos? ¿Nos hemos olvidado de salir, remando mar adentro en el oleaje del mundo que espera una buena noticia?

Quizás hemos perdido el gozo y la confianza que nos impulsan a ser agradecidos y compartir lo que tenemos. ¿Somos conscientes del gran regalo que nos ha dado Jesús con su resurrección?

La carta de Pedro habla de vivir con alegría: aunque la vida presente esté cargada de problemas, vivir sabiendo que al final pasaremos a otra vida infinitamente más plena y hermosa nos da esperanza y fuerza para vivir mejor esta etapa terrenal, llena de pruebas. Es como correr una carrera llena de obstáculos sabiendo que en la meta nos espera una fiesta y un premio. ¡Todo se supera y se corre con mayor entusiasmo!

En contraste con el incrédulo Tomás, que no quiere creer a sus compañeros, Pedro habla con cariño de los creyentes que sin haber visto a Jesús creen en él y lo aman. Tomás no se fía de sus propios amigos, con los que ha convivido durante tres años. En cambio, muchos fieles del primer siglo creen sin haber conocido siquiera a Jesús. ¿Por qué? Porque se fían en los testimonios de los apóstoles. Los amigos de Jesús están llenos del Espíritu Santo, ya no son vacilantes ni cobardes, nada les detiene y su vida es coherente con su prédica. Por eso convencen, y la fe se traduce en confianza y alimenta la alegría. La fe no es una creencia ciega, sino un confiar cimentado en algo sólido.

¿Cómo debía ser el testimonio de los primeros creyentes? La primera lectura de los hechos de los apóstoles nos da pistas. Las primeras comunidades eran humanas y posiblemente tenían tantos defectos como las comunidades parroquiales de hoy. Pero había en ellos algo que los distinguía del resto de la sociedad: su alegría, su fraternidad, el hecho de compartir los bienes y reunirse para celebrar, con gozo, su fe.

¿Damos este testimonio los cristianos de hoy? ¿Brillamos por nuestro talante alegre, acogedor y entusiasta? A veces, más bien parecemos lo contrario. Nuestras celebraciones parecen funerales, la sociedad nos ve como personas intolerantes y cerradas, poco alegres y menos aún atrevidas y valientes a la hora de hablar de Jesús. Perdemos el tiempo discutiendo sobre muchos temas interesantes, ciertamente. Pero a veces parece que algunas controversias morales o políticas son más importantes que seguir anunciando a Jesús, el centro de nuestra vida, y vivir imitándole a él.

¡Señor mío y Dios mío!, exclama Tomás, cuando ve a Jesús resucitado y toca sus llagas. Ojalá todos los cristianos podamos hacer nuestras estas palabras, llenas de adoración y reconocimiento. Ojalá en nuestras vidas sea cierto que Jesús, y no otras cosas, ideas o preocupaciones, es nuestro Señor y nuestro Dios. Nuestro centro, nuestro amor. A partir de él, todo lo demás se pondrá en armonía.

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