2017-04-14

Vio y creyó

Domingo de Pascua de Resurrección

Hechos 10, 34-43
Salmo 117
Colosenses 3, 1-4
Juan 20, 1-9


Las lecturas de la vigilia pascual y el día de Pascua nos relatan cómo vivieron los primeros momentos de la resurrección sus discípulos. Mateo nos cuenta la experiencia de las mujeres; Juan nos explica lo que sucedió cuando él y Pedro corrieron al sepulcro vacío.

En todos los relatos vemos que la resurrección resulta sorprendente para quienes amaban a Jesús. Al principio nadie lo entiende, porque va mucho más allá de lo que podían esperar. Se asustan, dudan, no caben en sí de gozo… ¿Qué está ocurriendo? Jesús está con ellos, vivo, pero de otra manera. No es un fantasma, no es una visión colectiva, no es fruto de su imaginación ni de su fe (en aquellos momentos, tenían muy poca). La resurrección no es el mito de un dios que se sacrifica y renace con la primavera, como en otras religiones antiguas. Jesús es Dios, pero también fue un hombre de carne y hueso, murió de verdad y su resurrección es un hecho real, aunque inexplicable desde la estrechez de la razón humana.

Sólo un encuentro con Cristo vivo puede explicar la fuerza con que nació y creció la comunidad cristiana en los inicios. Sólo el amor y la presencia de Jesús puede sostener la Iglesia dos mil años después. Nada que se sostenga en una ilusión o un engaño dura mucho tiempo. Ni siquiera los imperios y las instituciones humanas más consolidados.

Dios tiene detalles hermosos. Quiso empezar la historia de su encarnación contando con una mujer: María, su madre. La segunda parte de la historia, la resurrección, también comienza con las mujeres fieles que lo acompañaron hasta su muerte. Ellas son las primeras que lo ven, ellas son las primeras que reciben el anuncio gozoso. La buena noticia de Dios con los hombres está enmarcada por dos experiencias inefables donde las mujeres son coprotagonistas. Hoy vemos que, en las celebraciones de Semana Santa, y en todas las misas y actividades parroquiales, en general, las mujeres son clara mayoría. La Iglesia tiene un rostro muy femenino, ¡sin duda!

¿Qué les dice Jesús a las mujeres? Alegraos. Soy yo. ¡No temáis! Después les da una misión: Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea. Allí me verán.

Las mujeres son misioneras. Muchas veces son las que tienen que alentar y sostener la fe de los hombres, más incrédulos y reticentes. Las mujeres madrugan, compran perfumes, preparan lienzos, cuidan de los vivos y de los difuntos, se preocupan por los detalles. Por eso salen al sepulcro, al rayar el alba. Por eso Dios las encuentra, porque están despiertas, en vela. Su actitud les permite estar alerta a lo que está sucediendo: un hecho que cambiará toda la historia humana.

¿Cómo vivimos los cristianos de hoy? ¿Sabremos celebrar la Pascua con la plena convicción y sentimiento de que Jesús está vivo entre nosotros? En la misa nos sale al encuentro. Hecho pan llama a nuestras puertas para habitar nuestro cuerpo. Su Espíritu pide alojarse en nuestra alma. ¿Le abriremos las puertas? ¿Sabremos alegrarnos y salir corriendo a anunciarlo, como Magdalena, Salomé y María de Cleofás?

Juan y Pedro viven otra experiencia. Aún antes de ver a Jesús, comprueban que el sepulcro está vacío. ¿Dónde está el maestro? Con sobriedad, Juan relata su propia reacción: vio y creyó. No nos habla de sus sentimientos, ni de lo que debió imaginar, creer o esperar. Simplemente: vio y creyó. ¡Qué sencillas palabras, y qué grandes!

Nuestra fe no es una creencia ciega en ideas bonitas. Juan no creyó porque tuviera una experiencia mística o un gran deseo de que su maestro resucitara. Juan creyó porque vio. Y más tarde, en sus cartas, escribirá lo que todos sus compañeros vieron, oyeron, tocaron, con sus ojos y con sus manos. La experiencia de encuentro con Jesús no es mental, ni psicológica ni esotérica. Es física, palpable y real. No se da en un limbo espiritual ni en un plano metafísico, sino en este mundo material y terrenal. Impresiona pensar que la resurrección ocurrió en una oscura gruta de roca, que hoy millones de turistas visitan, quizás sin captar del todo la relevancia del misterio insondable que encierra.

Dios no nos pone las cosas tan difíciles. No reserva sus dones a una élite de místicos iniciados. No. Dios está cerca de su pueblo, de todo pueblo, de todos nosotros, gente normal y corriente, y nos sale al encuentro en nuestro día a día. Esto significa «ir a Galilea». Galilea es el escenario de la cotidianidad, del trabajo, de la familia, de los afanes y sudores, de la amistad. Es nuestra ciudad, nuestra casa, nuestro barrio. Ahí encontraremos a Jesús. Pero, tras su resurrección, podemos vivir nuestra vida de siempre de otra manera, totalmente nueva. Ahora sabemos, porque él nos lo ha dicho, que es una vida que nunca termina, que avanza hacia su plenitud y que tendrá un glorioso final.

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