Hechos 10, 34-43
Salmo 117
Colosenses 3, 1-4
Juan 20, 1-9
Las lecturas de la
vigilia pascual y el día de Pascua nos relatan cómo vivieron los primeros
momentos de la resurrección sus discípulos. Mateo nos cuenta la experiencia de
las mujeres; Juan nos explica lo que sucedió cuando él y Pedro corrieron al
sepulcro vacío.
En todos los relatos
vemos que la resurrección resulta sorprendente para quienes amaban a Jesús. Al
principio nadie lo entiende, porque va mucho más allá de lo que podían esperar.
Se asustan, dudan, no caben en sí de gozo… ¿Qué está ocurriendo? Jesús está con
ellos, vivo, pero de otra manera. No es un fantasma, no es una visión
colectiva, no es fruto de su imaginación ni de su fe (en aquellos momentos,
tenían muy poca). La resurrección no es el mito de un dios que se sacrifica y
renace con la primavera, como en otras religiones antiguas. Jesús es Dios, pero
también fue un hombre de carne y hueso, murió de verdad y su resurrección es un
hecho real, aunque inexplicable desde la estrechez de la razón humana.
Sólo un encuentro con
Cristo vivo puede explicar la fuerza con que nació y creció la comunidad
cristiana en los inicios. Sólo el amor y la presencia de Jesús puede sostener la
Iglesia dos mil años después. Nada que se sostenga en una ilusión o un engaño
dura mucho tiempo. Ni siquiera los imperios y las instituciones humanas más consolidados.
Dios tiene detalles
hermosos. Quiso empezar la historia de su encarnación contando con una mujer:
María, su madre. La segunda parte de la historia, la resurrección, también comienza
con las mujeres fieles que lo acompañaron hasta su muerte. Ellas son las
primeras que lo ven, ellas son las primeras que reciben el anuncio gozoso. La
buena noticia de Dios con los hombres está enmarcada por dos experiencias
inefables donde las mujeres son coprotagonistas. Hoy vemos que, en las
celebraciones de Semana Santa, y en todas las misas y actividades parroquiales,
en general, las mujeres son clara mayoría. La Iglesia tiene un rostro muy
femenino, ¡sin duda!
¿Qué les dice Jesús a las
mujeres? Alegraos. Soy yo. ¡No temáis! Después les da una misión: Id a
comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea. Allí me verán.
Las mujeres son misioneras. Muchas
veces son las que tienen que alentar y sostener la fe de los hombres, más
incrédulos y reticentes. Las mujeres madrugan, compran perfumes, preparan
lienzos, cuidan de los vivos y de los difuntos, se preocupan por los detalles. Por
eso salen al sepulcro, al rayar el alba. Por eso Dios las encuentra, porque
están despiertas, en vela. Su actitud les permite estar alerta a lo que está sucediendo:
un hecho que cambiará toda la historia humana.
¿Cómo vivimos los
cristianos de hoy? ¿Sabremos celebrar la Pascua con la plena convicción y
sentimiento de que Jesús está vivo entre nosotros? En la misa nos sale al
encuentro. Hecho pan llama a nuestras puertas para habitar nuestro cuerpo. Su Espíritu
pide alojarse en nuestra alma. ¿Le abriremos las puertas? ¿Sabremos alegrarnos
y salir corriendo a anunciarlo, como Magdalena, Salomé y María de Cleofás?
Juan y Pedro viven otra
experiencia. Aún antes de ver a Jesús, comprueban que el sepulcro está vacío.
¿Dónde está el maestro? Con sobriedad, Juan relata su propia reacción: vio y
creyó. No nos habla de sus sentimientos, ni de lo que debió imaginar, creer o
esperar. Simplemente: vio y creyó. ¡Qué sencillas palabras, y qué grandes!
Nuestra fe no es una
creencia ciega en ideas bonitas. Juan no creyó porque tuviera una experiencia
mística o un gran deseo de que su maestro resucitara. Juan creyó porque vio. Y más
tarde, en sus cartas, escribirá lo que todos sus compañeros vieron, oyeron,
tocaron, con sus ojos y con sus manos. La experiencia de encuentro con Jesús no
es mental, ni psicológica ni esotérica. Es física, palpable y real. No se da en
un limbo espiritual ni en un plano metafísico, sino en este mundo material y
terrenal. Impresiona pensar que la resurrección ocurrió en una oscura gruta de
roca, que hoy millones de turistas visitan, quizás sin captar del todo la relevancia
del misterio insondable que encierra.
Dios no nos pone las
cosas tan difíciles. No reserva sus dones a una élite de místicos iniciados.
No. Dios está cerca de su pueblo, de todo pueblo, de todos nosotros, gente
normal y corriente, y nos sale al encuentro en nuestro día a día. Esto significa
«ir a Galilea». Galilea es el escenario de la cotidianidad, del trabajo, de la
familia, de los afanes y sudores, de la amistad. Es nuestra ciudad, nuestra
casa, nuestro barrio. Ahí encontraremos a Jesús. Pero, tras su resurrección,
podemos vivir nuestra vida de siempre de otra manera, totalmente nueva. Ahora sabemos,
porque él nos lo ha dicho, que es una vida que nunca termina, que avanza hacia
su plenitud y que tendrá un glorioso final.
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